Cuestiones de fundamentos (II): El libre albedrío


Adán y Eva
(Adam und Eva)
Alberto Durero, 1507
Óleo sobre tabla 
209 cm × 81 y 80 cm
Museo del Prado


Como dije en la entrada anterior voy a ir hablando de unas cuantas cosas en las que me parece que creo. Digo me parece porque soy consciente de que son opiniones nada más y de que algunas están más allá del territorio de la razón y más acá del horizonte de la certeza. No pretenden ser otra cosa que intentos de dar forma a la palabra para mostrar algo de lo que siento, para dar algún eco a esos latidos que sordamente escucho en mi interior de vez en cuando. Por eso me gusta usar la palabra creencias. No me refiero a las creencias religiosas, o al menos no solamente a las creencias religiosas; querría reflexionar acerca de todo ese conjunto de cosas que subyacen a nuestra manera de entender el mundo, seamos o no conscientes de ellas, y que están detrás de nuestra forma de actuar. Me apoyaré en el credo de Einstein cuya traducción puse allí, aunque podría haberlo hecho con otros muchos textos. Es sólo una forma de empezar.

Así que empezaré hablando acerca de lo que no puedo compartir con Einstein. No puedo coincidir con sus afirmaciones sobre el libre albedrío y con su acuerdo con la frase de Schopenhauer que cita: “El hombre probablemente puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere”. Ya sé que este pensamiento es muy frecuente en nuestros días, pero me parece que conduce a un relativismo moral muy poco esperanzador.

El libre albedrío es la potestad de obrar por elección, por una elección personal, sea esa elección claramente reflexiva o puramente intuitiva. La existencia o no del libre albedrío es una cuestión ampliamente debatida a lo largo de toda la Historia de la Filosofía. Es difícil afirmar algo con rotundidad en este sentido, pero yo siento, y subrayo que digo siento, que al menos un margen de libertad es necesario para poder considerarnos humanos. En mi opinión el libre albedrío es una potestad esencial a la condición humana, la que dota al hombre de su dimensión espiritual, la que le hace responsable de sus actos y de su vida entera.

Einstein da muestras de cierta generosidad cuando niega el libre albedrío. Esa negación puede servir para justificar los comportamientos ajenos que no nos satisfacen, pues permite no creer en la maldad humana, al menos en la responsabilidad por el mal. Según esa suposición, las actuaciones de otros, no siempre acordes con lo que debiera ser, estarían determinadas por múltiples condicionantes imposibles de soslayar. Lo único que encuentro interesante en su consideración es que puede hacernos más transigentes con las conductas ajenas, pues hace que nos sintamos menos afectados por lo que de otro modo pudiéramos considerar traiciones u ofensas. Y también podría ser útil para aprender a no juzgar y condenar con la alegría que solemos los comportamientos ajenos. Pero nada más.

La frase de Schopenhauer ataca directamente el núcleo de lo que para mí es la esencia del yo, el corazón del sujeto. Si me paro a pensar un poco ahora mismo, diría que siento de un modo bastante preciso que lo que quiero es por mí misma, por encima incluso de los condicionantes internos y externos que parecen dominar mi deseo. Desde mi punto de vista, el yo, lo que me hace sentirme a mí misma como sujeto y por lo tanto lo que me da identidad como ser humano, no es solo la capacidad de la autoconciencia (es decir, de darnos cuenta de lo que está pasando por nuestra mente), sino que también es, y de modo esencial, la capacidad de la voluntad, la libre capacidad de querer. Otra cosa es que en función de las circunstancias que rodean nuestra vida actuemos según lo que queremos o no lo hagamos.

Es decir, la creencia o no en el libre albedrío se sustenta en la disyuntiva entre si mis deseos son míos (de mi propio yo, por decirlo de alguna manera) y obro según ellos, o si vienen determinados por fuerzas que no puedo controlar, bien sean internas (las del inconsciente) o externas (las del entorno en el que vivo). Sin que pretenda negar la importancia de estas fuerzas (entre otras cosas porque gracias a la lucha con ellas se construye nuestra propia identidad), para mí el yo es voluntad y esa voluntad presupone la autoconciencia. Creo que precisamente la facultad volitiva es lo que nos hace humanos. Nuestra esencia como humanos consiste en hacernos a nosotros mismos. Sin esa posibilidad de ir desarrollándonos a lo largo de toda nuestra vida, en un ejercicio constante de libertad ejercitado en cada uno de nuestros pensamientos y actitudes cotidianas, la libertad en el obrar queda únicamente reducida a una mera cuestión formal, a la aparente posibilidad de hacer una u otra cosa, pero sin que sea yo verdaderamente el que en realidad elige.

Soy consciente, como es natural, de que hay muchas cosas que están mucho más allá de mi control, que no ocurren como consecuencia de mis actos ni de mi voluntad, pero que pueden cambiar mi vida de repente, aunque yo no sea en absoluto responsable moral de ellas. Aun así, tiendo a pensar que suceden por el ejercicio de otra libertad de orden superior a la mía que desconozco, llamémosle Naturaleza, Dios, o como queramos. Pero, sea como fuere, es la Libertad la que está detrás de todo cambio, de todo acontecimiento, de toda vida. Quizá eso es en esencia el espíritu: lo que permite el cambio, lo que permite la vida. Pues está vivo lo que cambia y es inerte lo que no se mueve, y para que algo verdaderamente cambie debe suceder en espacios llenos de posibilidades, con un margen de libertad que permita ir más allá.

Con la perspectiva que me da la vida a estas alturas y particularmente por mi gusto por la contemplación de lo que me rodea y por la reflexión acerca de los aconteceres cotidianos y los comportamientos de las gentes, pienso que somos libres para elegir, si no en todos, sí en muchos aspectos de nuestra vida. Incluso aunque nos toquen circunstancias muy duras, momentos muy difíciles, de los que no tenemos responsabilidad ni culpa alguna y que no alcanzamos a entender a qué se deben ni por qué nos suceden a nosotros. Nuestra forma de enfrentarnos a ellos es el resultado de un acto de libertad.

Por eso también creo que cada uno de nosotros somos responsables de la vida que tenemos y que de un modo u otro hemos elegido, por acción o por omisión. No podemos estar siempre quejándonos de nuestra suerte. Creo que la forma en la que cada uno vive su vida está por encima de las circunstancias que le suceden, incluso por encima de las circunstancias más desfavorables. Por lo menos hasta cierto punto, hasta el punto en el que uno puede tener fuerzas para imponerse y luchar por su felicidad. Como mucho podría llegar a pensar que no todos los humanos puedan gozar de igual modo de esta capacidad, pues no todos han tenido la posibilidad de desarrollar la libre voluntad; probablemente exige cierta madurez, cierta superación de los condicionantes que la naturaleza ha impuesto sobre cada uno de nosotros, es decir, exige formación, aprendizaje, en definitiva, educación (no en el sentido de conocimientos intelectuales, sino en el sentido clásico de formación para la vida, cosa que existe en culturas muy distintas, incluso alejadas de lo que usualmente conocemos como mundo desarrollado). Y lamentablemente no todos los humanos tienen las mismas posibilidades o el mismo ímpetu para hacerlo.

Negar el libre albedrío es equivalente a negar toda posibilidad de conducta moral, toda responsabilidad sobre nuestro comportamiento con los demás. En realidad, sé muy bien que no podemos controlar nuestra existencia sino en una parte muy pequeña y que las circunstancias externas e incluso internas condicionan nuestra vida muchísimo más de lo que nos gustaría admitir. Pero creo que tenemos un importante grado de libertad en tanto humanos, y un margen abierto de posibilidades que se abren constantemente en nuestra vida cotidiana, entre las que optamos una y otra vez sin apenas pararnos a pensar. Con frecuencia nos encontramos ante situaciones que no permiten mucho tiempo para la reflexión, que exigen una actuación inmediata. Entonces actuamos guiados por un impulso, por lo que llamamos nuestra manera de ser. Lo que digo es que esa manera de ser y esa actuación inmediata según la manera de ser de cada uno es el resultado de muchas circunstancias anteriores, de muchas elecciones guiadas por la reflexión o por la intuición. Quizá la mayoría de ellas pertenezcan a la vida del inconsciente, pero hay otras muchas de las que deberíamos ser plenamente conscientes y que deberían significar un ejercicio de libertad ante la vida.

Es evidente que las condiciones de nuestro nacimiento (sexo, época, lugar, posición social), nuestro temperamento derivado hasta de nuestra propia constitución física, la ocupación a la que nos dedicamos, el carácter que hemos ido conformando por el cúmulo de experiencias a lo largo de la vida, todo ello va a influir notablemente a la hora de actuar de un modo u otro ante una determinada circunstancia, va a inducirnos a elegir en uno u otro sentido, va a propiciar que prefiramos esto o aquello. Pero nada más. No hay nada definitivo. En realidad nuestro carácter se va formando también con cada elección, en cada experiencia, pues es algo dinámico que se va modulando y moldeando a lo largo de toda la existencia, sin límite de edad. Aunque es más sencillo modular el carácter en la infancia y en la juventud, creo yo, con los griegos clásicos, que en tanto estemos vivos y conscientes podemos cambiar y evolucionar, podemos modificar incluso nuestros gustos. Siempre es posible aprender, siempre es posible mejorar (o empeorar, desde luego). Somos libres para ello, aunque muchos lo ignoren y prefieran tener una vida de inercia y de espaldas a la luz.

El hombre, creo yo, es esencialmente libre y eso quiere decir que, a pesar de todos los condicionantes que se presentan en su vida, tiene capacidad para obrar según su voluntad, es decir, según lo que quiere, según lo que desea. Sin ir más lejos, si me paro a pensar, ahora mismo podría hacer o decir un número muy elevado de cosas bien distintas. Puedo elegir, dentro de unos márgenes y en ciertos aspectos concretos. Y elijo según mi voluntad; soy libre para decidir y para actuar conforme a lo que decido, incluso para no actuar en absoluto. Y por eso soy responsable de mi elección.

Pero para hacer uso verdaderamente de mi libertad es necesario saber claramente qué quiero. Sólo así podré actuar conforme a lo que quiero. Y me temo que no todo el mundo sabe lo que quiere, ni todos sabemos en todo momento lo que de verdad queremos. Con frecuencia nos dejamos llevar por fantasías o por la satisfacción del deseo inmediato, como hacen los niños, confundiendo ese deseo a corto plazo con lo que en realidad se quiere. Y para nuestra desgracia, muchas veces ambos deseos no actúan en el mismo sentido, sino que cada uno de ellos implica acciones que conducen a caminos radicalmente opuestos: al actuar según uno abandonamos, muchas veces para siempre, el otro. Y así vamos viviendo como podemos, con mayor o menor fortuna. Pero no vendría mal intentar contestarnos con sinceridad: ¿Cuándo actuamos lo hacemos verdaderamente siguiendo nuestra libre voluntad, de acuerdo con lo que queremos, o muchas veces lo hacemos dejándonos llevar por multitud de condicionantes que van en contra de lo que queríamos, por la facilidad, por la presión ambiental, por no oponernos? ¿Cuántas veces hacemos cosas que transcurren por el camino opuesto a nuestros deseos y llegamos a confundirnos y a creer que era eso lo que queríamos? No es extraño entonces que intentemos buscar explicaciones en la ausencia del libre albedrío, en un determinismo que explicaría la conducta humana: así nos reconciliamos con nosotros mismos.

Lo cierto es que la afirmación contundente que hace Einstein sobre su no creencia, con Schopenhauer, en el libre albedrío es una conclusión que se deriva de una premisa determinista, de su pleno convencimiento de que nada sucede porque sí, sino que todo lo que ocurre en el mundo, incluido nuestro comportamiento, es consecuencia de un conjunto de causas, de tal modo que solamente sería necesario conocer todas ellas y todas su derivaciones para poder averiguar con total exactitud lo que habrá de acontecer. Así hay que entender la famosa frase de Einstein: “Dios no juega a los dados”. Dios o la Naturaleza (quizá él identifica ambos) conformarían un mundo perfectamente estructurado, cerrado, sin margen para la elección, incluso aunque la capacidad mental del hombre, al ser limitada, no pudiera más que intuir ese orden, lo que Einstein viene a designar como misterio. Como él hoy hay muchos que opinan que no podemos conocer lo que ocurrirá en el futuro simplemente porque desconocemos todas las variables que entran en juego en el sistema, y que solo es cuestión de acumular información para predecir lo que habrá de suceder, de modo que cuantas más variables conozcamos, más cerca estaremos de acertar. En ese mundo no habría margen para el azar ni para la libertad individual. Eso significaría que con nuestra conducta, nuestros gustos, nuestras inclinaciones y nuestra forma de ser ocurriría lo mismo: nuestros actos serían el exacto resultado de todas nuestras circunstancias, lo cual implicaría que en realidad no seríamos éticamente responsables de nada.

Estamos acostumbrados ahora a buscar explicaciones a todo, a encontrar causas, a derivar unos acontecimientos de otros. “Todo tiene su lógica”, pensamos. Nos vemos ya muy razonables, muy científicos. ¡Menuda diferencia respecto a las épocas antiguas, cuando se creía en brujos, en poderes ocultos o en intervenciones sobrenaturales! ¡Qué avanzados estamos ahora que ya no necesitamos, como nuestros abuelos, recurrir al mito o a la fábula para explicar lo inexplicable! Esto nos produce cierta tranquilidad y nos da cierto sosiego ante la incertidumbre de la existencia. Incluso nos permite buscar responsables y echarles la culpa de todas las desgracias que nos suceden. Así que no es extraño que mucha gente coincida con Einstein y, mejor, con Schopenhauer en la negación de la posibilidad de elección, en la negación del libre albedrío. Si estoy en tal o cual estado de ánimo... será porque tiene que ser así (piensan los que confían que la voluntad de un ser superior interfiere en la más pequeño de los aconteceres terrenales) o ... será porque vaya usted a saber qué neurotransmisores se han colapsado y no llegan bien las señales a mi cerebro (piensan los que, siguiendo criterios mecanicistas, creen que todo se explica como si nuestra mente fuera algo así como una maquinita mejor o peor organizadas, de mejor o peor calidad, que se estropean o que se van deteriorando con el tiempo).

Pero si nos detenemos un poco más, si nos despojamos de los prejuicios del cientificismo que nublan la mente en ocasiones, puede que caigamos en la cuenta de que todas estas razones que quieren explicar nuestros gustos, que pretenden dar razón de nuestros miedos y de nuestros deseos y que están decididas a justificar nuestros comportamientos mediante explicaciones químicas o físicas, por la activación de tal o cual conexión neuronal, no dejan de ser, en cierto modo, una creencia más, una creencia apropiada para una concepción positivista o materialista del mundo (digo materialista en el sentido filosófico) ya un poco desfasada, más acorde con los fundamentos científicos de finales del siglo XIX que con los de nuestra propia época. En realidad llamamos científicas a conclusiones que simplemente se han mostrado útiles, a las que se ha llegado de un modo empírico mediante el procedimiento de prueba error, pero que no se preocupan demasiado por buscar las causas últimas o que dan por sentadas ciertas cosas que en realidad nadie ha demostrado todavía con carácter concluyente.

¿De verdad alguien puede afirmar que si deseo esto o aquello, o si no puedo soportar tal o cual situación es porque me sobra o me falta una sustancia responsable de la calidad de una conexión neuronal concreta? No digo que no sea así, porque es un tema que conozco poco, pero en todo caso yo daría la vuelta al argumento y preferiría pensar que soy yo, con mi libre voluntad para elegir, gracias a la experiencia acumulada a lo largo de mi vida, quien opta. Para llevar a cabo mi opción genero o refuerzo unos u otros enlaces neuronales. Y lo hago sin tener en absoluto conciencia de ello, pero de un modo dinámico, de forma que mi cerebro se va modulando constantemente, al servicio de mi mente. Para permitirlo están los impulso eléctricos que establecen la comunicación entre las neuronas y las sustancias químicas que genera mi organismo o cualquier otra estructura o función que todavía no conocemos con precisión. (Claro que no estoy hablando de casos de enfermedad física cerebral). Ahora los neurólogos tienden a considerar que el cerebro se va modulando constantemente a lo largo de la vida (es lo que llaman neuroplasticidad), a diferencia de la concepción estática del que prevalecía hasta casi finales del siglo XX, cuando se consideraba que las neuronas se morían y eran irreemplazables y que nuestra mente adulta tenía poca capacidad para el aprendizaje y la transformación. Así que de algún modo los avances neurocientíficos nos sitúan mucho más cerca de concluir que somos libres para querer, es decir, que la voluntad libre es la que dirige todo.

Sería ilusorio pensar que somos libres para todo, y sé que nos suceden cosas terribles sin que tengamos responsabilidad alguna, sé que en muchas ocasiones debemos callar lo que pensamos y en otras debemos hacer lo que no queremos o dejar de hacer lo que anhelamos. Sé también que el azar o una voluntad superior que desconocemos nos lleva por caminos agradables o desagradables, con independencia de nuestra voluntad. Pero creo que nuestra actuación frente a lo que nos sucede, nuestra elección, bien tras la reflexión concienzuda o bien por pura intuición, sí es de nuestra entera responsabilidad. Seguramente los humanos somos esencialmente incapaces de valorar todo lo que se derivará de lo que nos acontece, que no podemos conocer sino a posteriori el alcance positivo o negativo de muchas de las cosas que nos ocurren y que presumíamos venturosas o absolutamente desgraciadas.

Pero siento que si quiero encontrar algún sentido a mi vida no puedo creer en un determinismo negador de la libertad. De lo contrario sería tanto como negar la propia particularidad de cada uno de nosotros, mi identidad, mi yo personal. Estaríamos tan condicionados por nuestras circunstancias pasadas y presentes que no podríamos elegir nada, no podríamos querer nada ni hacer nada que no estuviera previamente determinado. No quedaría otra opción que el nihilismo. ¡Me horroriza incluso pensarlo! ¡Qué pena de vida sería ésta si no pudiéramos elegir nada! ¡Y qué aburrida! Lamentablemente me parece que es un pensamiento muy frecuente en los últimos tiempos.

Ser libre significa actuar conforme los dictados de la conciencia, distinguir entre lo que se quiere en un momento preciso y lo que verdaderamente se desea, significa muchas veces estar por encima de las presiones del medio que nos rodea, estar dispuesto a perder ciertos beneficios por mantener la libertad, incluso ir más allá de las cortapisas que los instintos nos ponen en muchas ocasiones. Y ser libre también significar saber obedecer a quien se debe y saber respetar a quien se lo merece. Con todo esto no quiero decir que yo haya actuado siempre según esos principios esenciales de libertad, pues muchas veces habré preferido seguir el camino trazado sin cuestionarme hasta dónde me conducía, por pura comodidad. Pero no pretendo aquí dar lecciones de moral.

Para concluir, creo firmemente que si somos humanos poseemos el inapreciable don de la libre voluntad. Sólo tenemos que desarrollarlo. Aunque sé que la libertad no es fácil. Me gusta entender el mito de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso en ese sentido: al morder el fruto del Árbol de la Ciencia, el fruto prohibido que pertenecía a los dioses y que tiene que ver con el conocimiento, con la autoconciencia, surge en realidad el hombre: los humanos pierden la inocencia primigenia, aprenden a distinguir el Bien y el Mal. Son expulsados del Paraíso en el que vivían con la alegría del que nada sabe. De repente comprueban su desnudez y se turban ante su ignorancia. Es decir, son libres, libres para elegir, libres para vivir, libres para confundirse. Y comienza el sufrimiento para todo el género humano. Y también su magnífica expresión.

Bookmark and Share