El mito del descenso del alma y la música

Ya he hablado en alguna ocasión sobre el poder de la música para infundirnos un determinado estado de ánimo, para reconducirnos hacia el optimismo o hacia la tristeza, para hacernos padecer de algún modo la emoción que la sucesión de sonidos está recreando, una capacidad que se acrecienta si va acompañada de la palabra, como sucede con cualquier tipo de canto, y que es mucho más eficaz y más inmediata que la de cualquier otro arte y probablemente que el resto de las actividades humanas.

Lo saben los publicistas (no hay anuncio de televisión que no posea música) y lo han sabido desde siempre aquellos que han querido mover las voluntades de los hombres: con la música se agitan los sentimientos de los individuos y de los grupos, y por eso se ha utilizado frecuentemente para dirigir las conductas ajenas, con la ventaja, respecto a un discurso pleno de razonamientos, de que su poder pasa casi desapercibido.

Recordemos, por ejemplo, la capacidad de movilización de los cantos revolucionarios, las músicas de exaltación militar o patriótica, o los himnos que acompañan a muchas experiencias religiosas colectivas: poseen tanta fuerza de seducción, impregnan tan profundamente el alma de los que cantan en conjunto y refuerzan con tanta viveza sus vínculos, que a veces son capaces de hacer que los no duden en sacrificar su vida por una causa que en ese momento sienten como poderosa. No en vano la música ha sido asunto de Dionisos y, si nos fijamos, ha estado cercana a la experiencia de la embriaguez en muchas culturas, no sólo en fiestas particulares, sino también en rituales y ceremonias de fervor colectivo.

¿Y a qué se debe esa capacidad de la música para apoderarse de las voluntades? Los griegos de la Antigüedad, que dedicaron gran atención a la música en tanto instrumento para la educación y como un recurso sencillo para reconducir los estados anímicos alterados, se preguntaron con insistencia sobre este asunto. Muchos de ellos, particularmente los que estaban influidos por el pensamiento pitagórico, creyeron que en la respuesta a esta pregunta residiría la clave para entender el mundo, el núcleo de toda explicación sobre el ser humano, sobre su constitución, sobre sus pasiones y sus voluntades, en definitiva, la piedra angular que soportaría su filosofía.

Vendrían a decir, simplificando mucho, que el alma del hombre es movida por la música porque ella en sí misma no es otra cosa que música, es decir, estaría constituida como una armonía musical, con los mismos números y las mismas proporciones que se encontrarían en la escala musical formada según las consonancias. Y lo mismo ocurriría con el Alma del Universo, una suerte de espíritu del mundo que, entendieron, era el responsable de infundir forma, ritmo o movimiento a todo cuanto existe. Este alma del universo debería de ser la Armonía Musical, una estructura matemática capaz de mantener unidas todas las partes dentro de sí, una especie de gran escala en la que cada uno de sus componentes, cada uno de los entes, contribuiría necesariamente a la trabazón del conjunto, pues unos con otros estarían relacionados según unas proporciones numéricas precisas, de modo que entre todos configurarían el mundo, el mundo bien organizado convertido, por eso, en cosmos. En el Timeo de Platón encontramos una exposición detallada de la constitución musical del universo, del cuerpo y del alma del universo, y de cada uno de los entes que lo constituyen.

El hombre, para estos pensadores, no sería otra cosa que una imagen del mundo, una reproducción en pequeño del cosmos musical, un microcosmos. Por eso el alma humana, que sería parte de ese espíritu del universo, consistiría esencialmente en música. Lo que nos individualizaría a cada uno de nosotros con nuestra forma particular, con nuestros sentimientos y pasiones, con nuestros peculiares modos de ser vendría a ser algo así como nuestra melodía concreta, nuestro ethos.

La música que oímos, la que ejecutan los instrumentos y la que cantamos, tendría, según este pensamiento, la misma constitución formal y matemática que el espíritu del universo y que el alma humana. O dicho de otra manera, la música sería el arte inmaterial por excelencia, pues se construye a partir de las relaciones y proporciones de las escalas y de los intervalos, de las secuencias y repeticiones de ritmos y movimientos. En el caso de la música que oímos (como se llamaría más tarde, la música sonora), esas relaciones y proporciones se aplicarían al movimiento del aire, el sonido, algo considerado menos corpóreo, menos dimensional que el resto de los elementos sobre los que se aplica la música, es decir, menos que los cuerpos que existen en el mundo terrenal. Esta cualidad de la música como forma casi pura explica que ya desde los primeros pitagóricos las investigaciones en torno a la física del sonido, a la acústica, adquirieran tanta importancia, preocupados como estaban por descubrir la constitución matemática de todo cuanto existía, los números del ser.

Al estar la música organizada de la misma manera matemática que el componente espiritual de todo cuanto existe, el arte sonoro poseería la particularidad de imitar de primera mano la forma en la que el mundo está constituido, sus relaciones, sus movimientos, sus cambios, cosa que no harían las demás artes, que ya están hechas a partir de cuerpos materiales, con sus formas y sus dimensiones previas. Y por eso las melodías de la música tendrían la capacidad de reproducir el modo en el que se desenvuelve el alma humana, de imitar sus inclinaciones, sus sentimientos, sus pasiones, sus tensiones y sus anhelos. Ello explicaría que el individuo enseguida se sienta afectado por la música que escucha o que interpreta, pues su alma se movería con los melos y los ritmos que entran por sus oídos: al escucharlos, inmediatamente el alma humana se pondría en resonancia con ellos, debido a una especie de simpatía natural, pues lo semejante, dirían, mueve a lo semejante. Como ocurren en el fenómeno de la resonancia, que ya habían experimentado desde antiguo, en el que se produce la acción a distancia: había comprobado empíricamente que una cuerda se pone a vibrar cuando otra, con la que guarda ciertas relaciones de conmensurabilidad, es percutida.

Para hablar de la actuación a distancia de la música sobre el alma los antiguos pitagóricos y platónicos necesitaban suponer que el alma tiene una precisa constitución musical. Su explicación no es de índole filosófica, sino que está dentro del terreno del mito. Pero sin duda es un bello mito. Se trata del mito del descenso del alma desde las regiones etéreas, donde sería música pura, donde carecería de dimensionalidad, pues sería “inteligiblemente coextensiva con el universo”, a las regiones terrenales, llenas de aire y en la que es necesario un cuerpo dimensional para existir. El alma humana sería una armonía musical, pero tendría algo así como dos momentos, pues no solo es espíritu sino que en su ser está la tendencia a lo corpóreo, pues debe ordenar el mundo caótico del devenir terreno. En el momento en el que le tocara vivir sobre la Tierra perdería su forma pura, su neta constitución matemática, etérea, para revestirse con los ropajes de la materia dimensional.

El mito del descenso del alma procede probablemente del gnosticismo antiguo y a lo largo de la Historia no sólo ha estado detrás de muchos cultos y rituales esotéricos y de muchas creencias consideradas heréticas por la ortodoxia religiosa, sino que también ha influido notablemente en el pensamiento cristiano, particularmente en su expresión mística. Lo que quizá no es tan conocida es la relación del mito del descenso del alma con una interpretación musical del cosmos y del hombre. Nos habla de cómo en el momento del nacimiento el alma humana pierde su forma redonda, perfecta, una forma que poseería cuando era forma pura y no estaba separada del alma del universo, es decir cuando era una forma musical, una suerte de armonía. Pierde esa constitución para adquirir dimensionalidad, para cobrar el alargado aspecto humano y ser capaz así de dotar de vida al cuerpo material, de dar forma a algo de por sí informe, como sería lo corpóreo, y poder ordenar los entes que han de existir en las regiones aéreas, en la parte terrena del mundo. Veamos cómo cuenta Arístides Quintiliano, en su tratado en el que reúne buena parte del saber y de la tradición griega sobre los aspectos técnicos y filosóficos de la música, el mito del descenso del alma relacionándolo con la capacidad de atracción de la música sobre el alma humana.


17. ¿Acaso no surge más vivamente en quienes oyen esto el deseo de investigar su causa y de saber qué es lo que obliga al alma a caer tan fácilmente en manos de la melodía de los instrumentos? Referiré un argumento ciertamente antiguo, pero que procede de hombres sabios y no carece de crédito, pues incluso aunque no fuera convincente en lo que concierne a otras cuestiones, al menos en lo que respecta a esta experiencia es sin duda verdadero. En efecto, que el alma es naturalmente movida por la música de los instrumentos es algo que todos conocen; y dado que esto es así, si fuera posible encontrar otra causa y si ella fuera mejor entonces se habría de rechazar la que vamos a contar, pero si ello fuera imposible ¿cómo no confiar en las consecuencias que necesariamente se derivan de hechos evidentes?

Un argumento dice que el alma es una cierta armonía, y una armonía de números, y que la armonía musical está constituida por esas mismas proporciones; y, por consiguiente, cuando los semejantes son puestos en movimiento también se mueven a la vez los de naturaleza semejante. Más tarde examinaremos exhaustivamente este argumento(93).

Pero otro argumento dice algo así como lo siguiente. La materia y la naturaleza de los instrumentos es análoga a la primera constitución del alma, mediante la cual ella se ha unido a este cuerpo. El alma, en efecto, mientras está asentada en la región más pura del universo sin mezclarse con los cuerpos permanece inalterada e inmaculada y gira acompañando sin cesar al soberano de este universo, pero cuando, debido a su inclinación hacia las cosas de aquí, toma algunas imágenes procedentes de lo que está en torno a la región terrena, entonces poco a poco se olvida de las bellezas de allí y se hunde, y cuanto más se separa de las cosas de arriba, tanto más, al aproximarse a las de aquí, se llena de una mayor irracionalidad y se vuelve hacia la oscuridad corpórea, y no sólo es incapaz, a causa de la disminución de su anterior dignidad, de seguir siendo inteligiblemente coextensiva con el universo(94), sino que, debido al olvido de las bellezas de allí y a su conmoción por lo terreno, es arrastrada hacia las cosas más sólidas y emparentadas con la materia. Por eso el alma, buscando un cuerpo, dicen, toma y arrastra consigo de cada una de las regiones superiores algunas partes del ensamblaje corpóreo. Y así, cuando va a través de los círculos etéreos recoge cuanto es luminoso y apropiado para calentar el cuerpo y para mantenerlo naturalmente unido, tejiendo para sí, en su irregular desplazamiento, ciertos lazos a modo de red a partir de esos círculos y de las líneas que se establecen entre esos círculos en sus mutuos desplazamientos. Pero cuando el alma se precipita a través de las regiones lunares —que son de aire y están asociadas a un viento [pneûma] que, además, es consistente—, poco a poco es hinchada por el viento que está debajo, produciendo un intenso y estrepitoso silbido a causa de su natural movimiento; y al estirar el alma sus superficies y líneas circulares —pues, por un lado, es arrastrada hacia abajo por las masas de viento y, por otro, se mantiene unida por su naturaleza a las cosas de allí arriba—, pierde su forma esférica y la cambia por la de un hombre. Y así el alma muda sus superficies, que han sido producidas con la materia luminosa y etérea, a la forma de membrana, y transforma sus líneas, que provienen de la región empírea y que han sido ligeramente teñidas por el amarillo del fuego, al aspecto de los nervios, y, finalmente, desde las cosas de aquí añade un viento húmedo, de suerte que esto sea una especie de primer cuerpo natural para el alma, compuesto de superficies membranosas, líneas nervadas y viento. Dicen que esto es la raíz del cuerpo y lo denominan también “armonía”, y que mediante él se alimenta y se mantiene unido nuestro instrumento ostroide(95).


--------------------------------------------------------

93 Estos dos argumentos se fundamentan en la idea de procedencia pitagórica de la actuación de lo semejante sobre lo semejante (ejemplarizada luego en la resonancia acústica, cf. II 90). El primero va a ser desarrollado a lo largo del libro III, especialmente en el capítulo 24. Parte de la constitución musical del alma descrita en el Timeo de Platón: el alma es en sí misma armonía matemática y musical (no armonía en tanto resultado de la buena mezcla, como en el razonamiento de Simmias rechazado en Fedón 85e y ss.), y los mismos números que constituyen el alma son los que establecen la armonía en la música. El segundo, que va a detallar a continuación, se sitúa dentro del mito platónico de la caída del alma (cf. Platón, Fedro 245c y ss., y también el mito de Er en Rep. 614b y ss.) y recurre a la semejanza entre los elementos (cuerdas y aire) que producen el sonido en los instrumentos y los que constituyen el "cuerpo" que adquiere el alma en su descenso por las regiones planetarias, una suerte de cuerpo astral o naturaleza intermedia entre su esencia puramente inteligible y lo absolutamente sensible, a través del cual el alma gobernará y dará vida al cuerpo material. Para los capítulos 17, 18 y 19 ver A. J. Festugière, "L'ame et la Musique ... ", quien también proporciona una traducción al francés.

94 Cf. 53-54 y 66-67. La expresión to pantì noetôs symparekteínesthai (ser inteligiblemente coextensiva con el universo) describe el estado del alma individual en el "momento" en el que es forma puramente inteligible que abarca la totalidad espacial y temporal, en unión con el alma del universo. El término neûsis, inclinación, es usual en el neoplatonismo para designar la tendencia del alma hacia la tierra, pero ya se encuentra con este sentido en Plutarco (p. ej. Mor.
1122c). Sobre las imágenes que el alma recibe cf. el escrito hermético Poimandres (Corpus HermeticumI §14) donde se cuenta cómo el Hombre (el alma) se inclinó a mirar a través del armazón de las esferas y se enamoró de su imagen reflejada en las aguas.

95 "Instrumento ostroide" hace referencia al carácter inerte del cuerpo material, que envuelve al alma como la concha a la ostra (cf. Platón Fedro 250c). El proceso de fabricación del "cuerpo astral" del alma (primero, la construcción del armazón estructural mediante las líneas y superficies hechas con el fuego y el éter de las regiones superiores; luego, la modificación de la forma con la adquisición de profundidad mediante el viento de las regiones lunares y sublunares, más húmedo y consistente cuanto más próximo a la Tierra) está en relación con la teoría de la progresiva dimensionalidad del alma (adimensional, línea, superficie, volumen; cf. III 126 y III 128). La enigmática frase "tejiendo para sí ... en sus mutuos desplazamientos" parece apuntar a la influencia de las configuraciones de los astros sobre la manera de ser individual, como si la estructura armonizadora que el alma se teje dependiera de las vicisitudes de la interacción de su movimiento de caída con el de los movimientos planetarios (cf. este pasaje con el Comentario al sueño de Escipión de Macrobio, probablemente basado en Numenio, donde el alma en su descenso adquiere las propiedades que caracterizan a cada astro).

.....

Arístides Quintiliano, Sobre la Música , Biblioteca Clásica de Gredos, Madrid 1996, págs. 158-161 (Introducción, traducción y notas Luis Colomer y Begoña Gil).

Bookmark and Share