La primera pregunta

Paul Gauguin, "¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?", "D´où venons-nous? Que sommes-nous? Où allons-nous?", 1897, óleo sobre lienzo, 139 x 375 cm, Boston, Museum of Fine Arts.


Cualquiera de nosotros se ve asaltado en un momento u otro de nuestra vida por las mismas preguntas que han perseguido al ser humano desde que tiene una mínima capacidad para pensar, desde que toma conciencia de sí mismo. Y en eso me parece que no hay diferencias de épocas ni de culturas.

Cuando digo que me gusta la filosofía quiero decir que me interesan todas aquellas viejas cuestiones llamadas trascendentes, aquellas preguntas fundamentales que están por encima de modas y tendencias. Preguntas sobre qué es la materia, sobre el espíritu, sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la prolongación de la existencia individual más allá de la muerte, sobre las razones de las cosas y sus últimas explicaciones, sobre nuestros deseos y nuestros afanes, sobre el dolor y la angustia, en definitiva, preguntas que nos conducen a la pregunta fundamental sobre la existencia: ¿por qué somos? O dicho de otra manera, ¿por qué existimos cada uno de nosotros?, ¿qué sentido tiene nuestra existencia? ¿Y el mundo?

Todas estas preguntas nos remiten en última instancia a la pregunta primera, a la pregunta por el ser, la pregunta filosófica por excelencia. Formulada en palabras de Heidegger: “¿Por qué es en general el ser y no más bien la nada?” ¿Por qué el ser? ¿Por qué hay cosas, entes, en lugar de haber nada? Podría parecer absurda esta pregunta, pero su absurdo haría también absurdas las demás, las que se refieren a la razón de nuestra existencia, a nuestras dudas sobre si poseemos o no algo espiritual y eterno, a la necesidad de una conducta moral y sus consecuencias. Si lo pensamos un poco más, nos daremos cuenta de que nadie en su vida está libre de la pregunta sobre el ser y de toda la carga emotiva que conlleva. Podríamos incluso decir que en realidad esta pregunta y todas las que dependen de ella constituyen la clave de lo que ha sido la civilización, aún más, nuestro sentido como humanos. El hombre es autoconciencia, el hombre es el ser que se pregunta por el ser.

Heidegger nos recuerda que esta pregunta nos acecha en casi todos los momentos de nuestra vida: nos aborda en la tristeza, cuando las desgracias nos consternan tanto que queremos averiguar cuál es su sentido; pero también está ahí en medio de la mayor alegría, cuando de alguna forma tememos que ese gozo sea algo inmerecido y hasta nos da cierto temor ahogarnos en la felicidad, no fuera a ser solo algo de un momento, un preludio de grandes dolores que habrán de venir; e incluso en mitad del aburrimiento nos asalta con frecuencia, cuando el hastío hace que todo el ser pierda peso a nuestros ojos, cuando no encontramos ningún sentido, nada que nos impulse a la vida, nada por qué luchar. Leamos las palabras de Heidegger:

“¿Por qué es en general el ente y no más bien la nada? Tal es la pregunta […] Todos, alguna vez o, quizá, hasta con cierta frecuencia, hemos sido rozados por su oculto poder, sin entender con precisión lo que nos ocurría. Emerge, por ejemplo, con motivo de alguna gran desesperación, cuando las cosas pierden todo peso y se oscurece cualquier sentido. Quizá alguna vez golpee como el sordo toque de campana que suena en lo interior y que, poco a poco, se vuelve a extinguir. También en el júbilo del corazón, la pregunta está allí, porque entonces todas las cosas se transforman y se hallan en torno de nosotros como si las viésemos por primera vez; luego, parece que nos sería más fácil de entender que no son, a concebir qué son y que son como son. Asimismo se presenta en el aburrimiento –en el que estamos igualmente lejos de la desesperación y del júbilo– pues el tenaz carácter habitual del ente se torna anodino: nos parece indiferente que sea o no. […]

La pregunta ‘¿por qué es en general el ente y no más bien la nada?’ tiene para nosotros el significado de ser la primera según su dignidad, porque es la más extensa, la más profunda y, finalmente, la más originaria.”
Martin Heidegger, Introducción a la Metafísica, ed. Nova, Buenos Aires, págs. 39 y 40. (Traducción de Emilio Estiu).


Las respuestas a esta pregunta primigenia han sido muchas y de diversa índole. Unas han sido vertidas bajo el velo del mito o el recurso del cuento, otras bajo el reclamo de la fe y la confianza de la religión, y otras también bajo la pretensión de la filosofía y la reducción de la ciencia. Pero lo cierto es que si en algo nos parecemos los humanos, desde los más cultivados hasta aquellos que apenas tienen conocimiento intelectual alguno, es en nuestra esencial inclinación a formularnos los porqués de la existencia. Y tal vez nuestra tragedia es esa condición de humanos, seres bicéfalos que miran para los dos lados, pero que normalmente solo ven el lado de aquí, como si nuestros ojos fueran esencialmente incapaces de percibir lo que tienen delante cuando están girados hacia allá.

En lo que a mí concierne, recuerdo que era muy pequeña cuando me mareaba pensando en lo grande que debía de ser el universo, lleno de estrellas incontables, o intentando imaginarme el infinito o la eternidad. No sé si estas cosas les pasan a todos los niños, pero luego, cuando alguien me empezó a hablar de filosofía, pensé que allí iba a encontrar la explicación de muchas cosas que ya entonces agitaban mi imaginación. Ahora, que ha pasado mucho tiempo desde entonces, no puedo decir que haya encontrado respuesta concluyente alguna, pero sí que la reflexión sobre las preguntas fundamentales por lo menos ha abierto mi mirada.

La filosofía es el intento de hallar una respuesta racional a las cuestiones básicas comunes al género humano. La imposibilidad o la dificultad para encontrar explicaciones claras a la pregunta primera nos han llevado a buscarlas en la religión y también a acercarnos a ellas mediante el arte. La religión es el terreno de las creencias y de las introspecciones, más allá o más acá de la razón. Nos habla de algo que se intuye, pero que estaríamos esencialmente incapacitados para entender, de algo que parece escaparse a los esquemas y categorías del discurso lógico humano. Mediante la religión la colectividad, el grupo, va construyendo un conjunto de respuestas que se transmite culturalmente con la ayuda del mito y de la metáfora. Las respuestas se exteriorizan mediante un corpus de creencias, ritos y plegarias minuciosamente organizado que poseen un alto valor cultural y también vital, pues cumplen una clara función apotropeica. Por eso la religión da respuesta, para muchas personas, a la intuición de la trascendencia y dota de sentido a la existencia individual, a la vez que consolida los lazos espirituales (e incluso materiales) del individuo con el grupo al que pertenece.

Por su parte, el arte se ocupa con frecuencia también de asuntos que podríamos calificar de espirituales y los aborda como reelaborando el mundo, contemplándolo con una peculiar mirada, la mirada del artista, como intentando comprenderlo y también, por eso, dominarlo. A veces el arte está al servicio de una religión y contribuye a explicar sus creencias y a hacer cumplir sus normas morales; en otras ocasiones el arte se somete a intereses ideológicos y propagandísticos; pero otras veces, muchas, el arte es en sí mismo ya una especie de interrogación o de expresión de las inquietudes del ser humano, de las dudas o intuiciones que se remontan, al final, a la pregunta primera, que es recogida por el artista como si de un sumo sacerdote se tratara.

El arte se mueve en el terreno de lo intuido y de lo emotivo. Tiene sus propios modos de conocer, distintos de los de la filosofía o los de la ciencia, diferentes de los de la religión, pero casi siempre se acerca a aquellos asuntos que sacuden el alma humana de todas las épocas, de todas las edades, de todos los ámbitos culturales: la belleza, el amor, la muerte, todo tipo de pasiones, dudas, el bien y el mal, la justicia, cuestiones todas ellas que en última instancia se reducen a la pregunta por el sentido del mundo, a la pregunta por el ser. En el arte grande palpita siempre las preguntas fundamentales, los misterios que todos sentimos, la trascendencia.

Ciertamente el arte no busca una respuesta a las cuestiones de la trascendencia, pero se aproxima a ellas muchas veces, elevando de algún modo el espíritu del hombre que contempla la obra, al margen de que sus ideas sobre la trascendencia sean claramente religiosas, radicalmente ateas o sinceramente agnósticas. ¿Acaso no atisbamos este tipo de preguntas detrás de aquellas manifestaciones del arte que tienen un carácter universal y que consideramos obras maestras porque tratan de los conflictos esenciales al ser humano? Me refiero al arte en sí mismo, no enajenado, al arte que es una construcción humana libre, que no está al servicio del ornamento o de la gloria del poderoso, que trasciende todo carácter utilitario y que solamente pretende expresar sentimientos, emociones, dudas, ideas o valores, el arte que pertenece a la necesidad que el hombre tiene de mostrar mediante un objeto (cualquier objeto del arte, pintura, poema, música, un puente incluso) su alma y sus inquietudes, y dejar hablar a su espíritu cuando no basta ya la palabra.
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El cuadro pintado por Paul Gauguin que encabeza esta entrada es un ejemplo de estas cosas que digo. Representa una especie de paraíso irreal en la que el individuo se pregunta por la razón de la existencia. Es interesante leer la correspondencia del pintor en la que habla del cuadro y de sus sentimientos a la hora de pintarlo: "Paul Gauguin a Monfreid" (Febrero de 1898, Tahití), Escritos de un salvaje, ed. Debate. 1989. Podéis leerla en este enlace.



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