Lo bello, ¿una cuestión de consonancia?



Todos, en alguna ocasión, ante la presencia de algún objeto (del arte o de la naturaleza) hemos sentido que hay algo en él que nos arrastra, algo que nos seduce y que nos impulsa hacia él, en definitiva, algo que nos hace calificarlo como bello. ¿Quién no se ha sentido alguna vez conmovido o reconfortado ante la contemplación de una obra de arte? ¿O ante un rostro, o una figura? ¿O ante el espectáculo de un paisaje o una escena en la que los animales se muestran en todo su esplendor? De algún modo lo deseamos, al menos deseamos poder contemplarlo una y otra vez, queremos hacerlo nuestro, poseerlo, o mejor, recrearlo, reproducirlo, como podría hacer el pintor, el fotógrafo, el copista, e incluso el intérprete de música o el actor. Y eso nos ocurre a muchos, como he dicho en alguna otra ocasión, incluso con obras del arte abstracto o del puramente conceptual que apenas si llegamos a entender. Es como si de forma natural, sin conocimiento teórico alguno, supiéramos que eso que está delante de nosotros es bello, como si lo reconociéramos. Parecería que existiera una belleza en sí misma que se comunicara inmediatamente con nuestra capacidad para percibirla.

Pero, ¿en qué consiste ese algo? O dicho de otra manera, ¿por qué ese objeto me parece bello? ¿Por qué me mueve? ¿Es la belleza algo subjetivo y cultural o, por el contrario, una pintura, un rostro, una figura, son en sí mismos bellos, por encima de épocas y culturas, más allá de los gustos personales? ¡Cuántas veces nos hemos hecho preguntas semejantes! En realidad se trata de cuestiones primordiales en toda reflexión estética. Podemos encontrar ejemplos bien fundados capaces de defender ambas posiciones, tanto la idea de que lo que consideramos bello depende del gusto particular de personas o de entornos socioculturales concretos, como la afirmación del carácter universal de la belleza. Aunque ya seguramente no queda nada nuevo por decir, me parece que éste de la belleza sigue siendo un asunto que interesa a cualquiera que se ha sentido alguna vez conmovido estéticamente.

No es el momento de hablar de lo bello y lo feo en arte, ni tampoco de investigar qué convierte una obra cualquiera hecha por una persona cualquiera en lo que normalmente entendemos por una obra de arte (no me sirve, por cierto, alguna explicación que se tiende a dar ahora de que la obra de arte reside en la pretensión del que la hace, o en la mera exhibición pública como obra de arte, o incluso en el propio enunciado, en ser calificada como tal por alguien al que se le atribuye la cualificación del experto). Ahora estoy pensando en algo más esencial, estoy hablando del concepto de belleza. Huyamos por un momento del carácter pretencioso que a veces tienen palabras como bello y belleza, y dejemos también a un lado la frecuente banalización que los medios hacen de este asunto. Cuando hablo de lo bello en el arte no estoy pensando solamente en la belleza del objeto representado, en la hermosura de un rostro o de un paisaje; me estoy refiriendo fundamentalmente a la belleza intrínseca a la obra, la que refleja la mirada del artista, la que se produce por su capacidad privilegiada para transmitirnos su espíritu, la idea, esa que está conseguida gracias a la justa combinación de cada uno de los elementos que forman la obra. En el caso de las artes plásticas, por poner un ejemplo, la que se logra mediante cada trazo singular, mediante la elección exacta de colores y texturas, mediante la disposición precisa del espacio en el lienzo, o mediante la determinada relación de los volúmenes en el bronce o en la piedra.

No voy a pretender, ni mucho menos, dar respuesta aquí a todas esas cuestiones que he planteado; pero si tuviera que explicar cuál es mi punto de vista, creo que diría que a pesar de que es indudable que los patrones estéticos cambian con las épocas y con las culturas y aunque las modas puedan causar verdaderas transformaciones en la percepción personal y colectiva de lo que es magnífico o vulgar, a mí me parece que hay algo de universal en lo que podemos calificar como bello. Recurramos a la experiencia: con un pequeño esfuerzo para adecuarnos a algunas pautas culturales, podemos enseguida sentirnos sobrecogidos por ciertas manifestaciones artísticas de pueblos y culturas muy diferentes a las nuestras. La mayor parte de nosotros coincidimos en hablar de belleza cuando contemplamos, por ejemplo, los impresionantes edificios que fueron levantados en Egipto hace más de 4.000 años, o sus magníficas esculturas y relieves, aun reconociendo que sus conceptos representativos diferían notablemente de los que han sido comunes en nuestra cultura. Igualmente, casi todos compartimos un sentimiento de admiración por la fuerza expresiva que poseen los bisontes de Altamira, pongamos por caso, pues de algún modo nos transmiten una idea espiritual que entendemos, y ello nos hace acercarnos emocionalmente a aquellos hombres que vivieron en épocas tan distantes de las nuestras.

Los hombres siempre han estado fabricando cosas, siempre han estado construyendo todo tipo de utensilios y enseres que les han permitido hacer su vida más agradable y más fácil: desde las primeras épocas de la humanidad han estado haciendo chozas para resguardarse, flechas para cazar, vestidos para protegerse de la intemperie; o ahora, se esfuerzan en fabricar, por buscar unos ejemplos, sistemas sofisticados de acondicionamiento de temperaturas, máquinas que nos transportan con facilidad o que permiten el almacenamiento de alimentos durante grandes periodos de tiempo. Es decir, han estado haciendo arte, en el sentido más inmediato de la palabra arte (en griego téchne, palabra que englobaba todo aquello fabricado por el hombre, todo lo que se construye con medios materiales y de donde proceden términos como tecnología, técnico, etc.). Pero no se han limitado sólo a buscar un sentido utilitario en el objeto construido, sino que enseguida, desde los tiempos más remotos, han estado guiados en su fabricación por una pretensión estética, como si dispusieran de una innata inclinación hacia la forma adecuada, la que guarda algún tipo de lógica interna, como si esa inclinación hacia la belleza fuese una tendencia natural, implícita en su cualidad humana. Incluso muchas veces han construido objetos absolutamente inútiles, innecesarios para la subsistencia, objetos cuyo único sentido ha sido su forma bella, su aspecto agradable. En muchas culturas estos objetos han adquirido un alto valor simbólico, de modo que su posesión ha sido (y sigue siendo aún hoy en el mercado del arte) una clara muestra de poder, de dignidad, de distinción social.

Parece como si los hombres, desde que pueden ser considerados como tales, hubiesen tenido una suerte de impulso natural hacia lo bello, y desde ese impulso se hubiera ido imponiendo un afán por imitar la belleza de la naturaleza, en la fabricación de sus objetos, en sus construcciones, en todo lo que hacían, en su arte. Al sentirse conmocionados por la fuerza arrebatadora de ciertos espectáculos de la naturaleza, se hubiesen sentido inclinados a repetirlos, como si hubiesen querido poseerlos, reproducirlos, quizá para adquirir poder sobre ellos. Y no me parece difícil imaginar que detrás de ese impulso hacia lo artístico como consecuencia de la fascinación ante la belleza y el esplendor de ciertos acontecimientos de su entorno, subyaciera algún tipo de sentimiento sobre la trascendencia, un deseo más o menos difuso de perpetuación, una dimensión espiritual. No es casual que encontremos, en las culturas más diversas, el origen del rito y la religión estrechamente ligados al nacimiento del arte, en todas sus manifestaciones.

Lo cierto es que la mayoría de nosotros, de forma intuitiva y sin pararnos a pensar demasiado, percibimos en algunas ocasiones cierta atracción ante un objeto, notamos que nos produce una clara sensación de completud, una certeza de que no le sobra ni le falta nada, de que todo en él es coherente, de que es como debe de ser. Hallamos un placer estético, una emoción estética. Y es muy interesante comprobar, si nos detenemos un poco más en su contemplación o en su análisis, que en muchas ocasiones las partes que lo constituyen -que miradas por separado pudieran no ser, ni mucho menos, perfectas, que incluso pudieran poseer disimetrías y disonancias- son como son porque sirven al conjunto, porque lo dotan de expresión y de carácter, y se adecuan de tal manera a él que contribuyen indefectiblemente a construirlo, a que sea como debe de ser, en una palabra a hacerlo bello.

Pudiéramos pensar, por poner un ejemplo, en el retrato de la Gioconda de Leonardo da Vinci, habitualmente considerada la obra más importante de la pintura de todos los tiempos. Según los cánones estandarizados de belleza actuales, no todos calificarían como hermosa a la mujer que Leonardo pinta, pero si nos paramos un momento ante el cuadro enseguida sentimos que nos produce un gran placer su contemplación, o mejor dicho, pasado el primer momento, ese objeto que está delante de nosotros nos abre expectativas, nos inquieta, encontramos en él cierta inagotabilidad, podríamos estar contemplándolo tiempo y tiempo, mirarlo una y otra vez, porque en cada mirada estamos encontrando algo nuevo.

Pues bien, muchos de los que a lo largo de la Historia han reflexionado sobre los fundamentos de la Teoría del Arte han pensado que si algo era percibido como bello era porque se producía alguna clase de adecuación entre el objeto y el sujeto de la percepción, lo cual necesariamente se debería a que ambos, sujeto y objeto, compartirían unas estructuras comunes, algo que les permitiera la comunicación. Muchos de ellos encontraron en los números y en las matemáticas una buena explicación. Generalizando mucho, vendrían a decir, toda realidad, desde la más simple a la más compleja, no es sino forma matemática, un conjunto de relaciones entre sus elementos, unas proporciones entre ellos. Lo cuantitativo y lo cualitativo vendría a identificarse. Percibimos como bello aquello que se comporta conforme a ciertos patrones matemáticos, unos patrones que reconocemos intuitivamente porque son los mismos que están detrás de nuestra manera de percibir, de nuestra propia constitución humana, incluso de la constitución misma de la naturaleza y del universo en su totalidad. Aunque ha habido también detractores de estos planteamientos, es indudable que estas ideas, vinculadas de un modo u otro con Platón y con el pitagorismo, han influido constantemente en toda la producción artística de Occidente.

Lo cierto es que hay patrones numéricos que son seguidos con precisión en las leyes de generación de las formas más diversas de la naturaleza (desde los cristales de los minerales, hasta las formas de las hojas y las flores en las plantas). La vida entera, el universo en su conjunto está regido por principios y leyes matemáticas básicas, como el principio de simetría, la ley de la mínima acción, la conmensurabilidad del todo y las partes o de las partes unas con otras, reglas simples de generación y de repetición. Y, lo que ahora nos concierne más, nuestra manera humana de conocer el mundo, se comporta según esas leyes y principios matemáticos. Tal vez por eso detrás de la obra de arte, al menos de la que podemos considerar bella, también subyacen estos patrones numéricos y estos principios matemáticos, muchas veces sin que el propio autor sea consciente de ellos. Y seguramente porque nuestra manera de percibir el mundo se comporta de la manera que lo hace la belleza en las artes es por lo que no necesitamos tomar conciencia racional alguna para comprender artísticamente.

Curiosamente ahora es cuando aparece la matemática, ahora, en el preciso momento en el que habíamos recurrido a nuestra sensación como juez finísimo capaz de otorgar o denegar el carácter de belleza a un objeto, nos encontramos con el número, con algo que comúnmente suele ser tenido como el paradigma de lo frío, lo más alejado de sentimientos y emociones. Pero esta consideración tan extendida es sólo un lugar común, un tópico, resultado de que normalmente no nos paramos a pensar en que si el mundo entero se comporta matemáticamente también lo hace nuestro cerebro, nuestros sentires y nuestros gustos, probablemente con una matemática altamente sofisticada. Y al lado de la matemática nos vamos a encontrar con la música, con la consonancia. Y esto es muy importante a la hora de entender por qué cuando se ha hablado de belleza en el Arte siempre han salido a relucir las proporciones y la armonía. Cuando se ha intentado buscar alguna razón objetiva que explicara el deleite estético, algo que fuera objetivable, se ha recurrido con frecuencia a la música, pues en la música se manifiestan de forma clara y precisa las proporciones matemáticas, las relaciones numéricas simples que se establecen entre los elementos que estructuran la escala.

Los primeros experimentos que conocemos sobre las proporciones numéricas y, con ellas, sobre la armonía fueron realizadas en el terreno de la música. Cuando los pitagóricos, allá por el siglo VI y V a. C., intentaron buscar la esencia numérica de todas las cosas existentes, se dieron cuenta de que disponían de un laboratorio privilegiado en la música, más propiamente en la acústica musical, como diríamos hoy (aunque probablemente muchos de sus conocimientos sobre acústica fueron aprendidos de los antiguos egipcios). Descubrieron que los intervalos musicales estaban definidos por proporciones numéricas, es decir, que dadas dos cuerdas (de igual grosor y a la misma tensión) cada intervalo musical venía definido por una proporción entre las longitudes de esas cuerdas. Mediante esos experimentos comprobaron que si hacían sonar dos sonidos a la vez, la mezcla era agradable a nuestros oídos (era eufónica) si sus movimientos eran conmensurables, es decir, si había una proporción entre ellos, y que las mezclas eran más eufónicas cuanto más simples eran las relaciones que se establecían entre los dos sonidos. Y no sólo esto, también pudieron comprobar que los principales intervalos que definían las escalas usadas en la música de su tiempo y que servían para establecer la afinación de los instrumentos -la octava, la cuarta y la quinta-, consistían en relaciones entre los cuatro primeros números: la octava, la proporción 2/1; la quinta, la proporción 3/2; y la cuarta, la proporción 4/3. Así pues, los pitagóricos hallaron las proporciones exactas que se deben producir entre dos sonidos para que la mezcla sea la adecuada, para que sus componentes permanezcan tan bien fusionados unos con otros que el sonido resultante sea percibido como una unidad, como algo en lo que no se identifican las partes constituyentes, es decir, como un todo armónico. En definitiva, establecieron las relaciones numéricas que determinan las consonancias y, a partir de ellas, la Armonía.

La clara experimentación de que detrás de la consonancia, la mezcla eufónica, había unos números, unas proporciones, derivó en sucesivos intentos de descubrir todos los números de las relaciones interválicas de la escala musical en uso en aquel momento, tanto las relaciones consonantes como las no consonantes. Con estas bases realizaron numerosos estudios para definir mediante números el resto de los intervalos que formaban las escalas musicales usadas en aquella música (las escalas eran llamadas en aquél entonces armonías y procedían directamente de las afinaciones concretas de los instrumentos musicales). Esta tarea se denominó División del Canon, en referencia a la recta (la línea recta recibía el nombre de canon) que se trazaba debajo de una cuerda tensada en un instrumento de investigación llamado Monocordio, en el que el desplazamiento de un puente móvil permitía acortar la longitud de la cuerda en las partes que se desearan, con exactitud (si se situaba a la mitad, los dos sonidos darían el unísono, si a dos tercios la consonancia de quinta, y si a tres tercios la de cuarta). Los estudios sobre el Monocordio pretendían hallar todas las proporciones numéricas que formaban los intervalos que se utilizaban en la música que sonaba, en la música de verdad, y de esta manera verificar el cumplimiento de la exigencia de conmensurabilidad, de buena proporción, que atribuían a la música. Incluso muchos seguidores de la escuela pitagórica dedicaron sus esfuerzos a conseguir una escala musical que fuese matemáticamente exacta, es decir, que sus intervalos siguieran las divisiones que previamente habían deducido como las más perfectas desde el punto de vista matemático (cosa que chocaba, por cierto, con la práctica musical, donde las aproximaciones jugaban, como en nuestra escala clásica, para conseguir un equilibrio entre todas las partes interválicas).

Pero con sus investigaciones acústicas los pitagóricos no se limitaron sólo a medir con total precisión las proporciones musicales, sino que, lo que tal vez es más importante, llegaron a mostrar cómo diferencias increíblemente minúsculas en las magnitudes eran altamente significativas, pues al apartarse ligeramente de la justa proporción desaparecía la consonancia, la buena mezcla, y aparecían batidos o interferencias claramente audibles que impedían la percepción del resultado como algo unitario, perfectamente bien mezclado. En otras cosas del mundo o del arte, en otras actividades humanas, no es necesaria una precisión en las magnitudes tan exacta como en la música, no es significativo, al menos para nuestra percepción, que las relaciones que se establecen entre las partes sean tan precisas. Pero ellos comprobaron que la más ligera desviación de las magnitudes producía enseguida un disgusto a nuestra percepción, ya que el oído reconoce inmediatamente las interferencias entre los dos sonidos (en otra entrada pondré algún ejemplo sonoro y explicaré un poco más esta cuestión).

Lo que nos interesa ahora es comprender que la experimentación de los números y las proporciones en la música hizo que se identificara la idea de Proporción con la de Belleza. Belleza y Armonía casi llegaron a ser sinónimos. Y esta idea se extendió a toda la naturaleza y a todo arte. Probablemente toda la noción de belleza que solemos considerar clásica procede de la constatación de las proporciones consonantes en la música. Los pitagóricos llegaron a la conclusión de que la conmensurabilidad, la proporción, era el fundamento de las consonancias y la causa de la armonía. Y a partir de las relaciones numéricas que encontraron, a partir de esas proporciones armónicas, creyeron descubrir por qué algo es bien ordenado, kosmetizado (o lo que para ellos vendría a ser lo mismo, la causa de que algo fuese bello). Quizá por eso ha sido tan frecuente la filiación de la belleza con la armonía, con la proporción y con la consonancia. El resto de las artes imitarían las proporciones descubiertas en la música. Por eso, la arquitectura, la pintura y la escultura, siguiendo una y otra vez a los tratadistas antiguos, han vuelto reiteradamente los ojos sobre los números y las proporciones de la música, en un afán de hallar los arcanos de toda creación artística percibida como bella (otra cosa es que las obras del arte que han seguido criterios exclusivamente academicistas o que se han limitado a la mera aplicación de cánones o de leyes matemáticas no han conseguido habitualmente transmitirnos la vida que una verdadera obra de arte debe poseer; pero ese es otro tema).

Hablando en general, se puede decir que el mundo griego, y con él el romano, consideró que el cuerpo humano, las esculturas, los edificios, todo lo que el hombre podía considerar bello debía de estar en armonía, como la música, es decir, sus partes unas con otras debían estar en proporción, guardar internamente unas relaciones matemáticas muy precisas, las mismas que se podían descubrir en la música, en las escalas musicales (que se denominaban ya antes armonías). La Armonía quedó como la referencia de todo aquello que era bello, de todo aquello cuyas partes formaban un buen conjunto. Desde ese momento el arte sonoro fue -y en cierto sentido sigue siendo- el modelo de construcción de una realidad compleja mediante elementos dispares, incluso de partes claramente opuestas, el lugar en el que la mezcla de cosas de distinta índole adquiere un sentido acabado, construye un todo, pues sus leyes generan una unidad completa e indisoluble. En esta indisolubilidad, en esta unidad de lo creado, de lo construido reside el punto donde la armonía y la belleza se llegan a identificar.
Todo el mundo de la Antigüedad estuvo influido por estas ideas y han pasado desde el Renacimiento a formar parte de la Estética Occidental, al menos hasta finales del siglo XIX. El tratado sobre Arquitectura de Vitruvio (De architectura) es la mejor muestra que disponemos de que en el mundo antiguo las artes plásticas persiguieron conscientemente las leyes de la armonía. El arte del Renacimiento, influido muy directamente por el pensamiento platónico y por el neoplatonismo de finales de la Antigüedad, recogió el sentido sobre la belleza como armonía y proporción. El famoso dibujo de Leonardo da Vinci, El hombre de Vitruvio (ca.1467), es el más conocido estudio de las proporciones en el cuerpo humano y el que más ha influido en las artes plásticas posteriores.

Sea como fuere, no pretendo aquí hacer una expresa profesión de pitagorismo ni de platonismo. Ni mucho menos, que yo no me siento capaz de hacer profesión de casi nada. Pero no deja de llamarme la atención algunas de las cosas que la Física o la Matemática actual debate. Poco sé en realidad de ello, pero ya sólo los nombres como “Bella Teoría” o “Teoría de Cuerdas” me hacen pensar que detrás de ellas sigue existiendo una inclinación a considerar que lo bello es a la vez lo más simple, lo que encierra una suerte de ley de generación que explica todo cuanto de ordenado existe, es decir, el mundo. Y quizá también cada uno de nosotros. En ese orden estaría abarcado todo cuanto de caótico y aleatorio encontramos a nuestro alrededor. En lo bello necesariamente está recogido también lo desordenado, lo que es distinto, incluso lo que es opuesto, como los sonidos graves y agudo de la consonancia de octava, por ejemplo. Ambos vienen a ser lo mismo y así los reconocemos. Algo reconforta este pensamiento cuando nos sentimos perdidos en el caos inexplicable de lo que nos rodea cada día. Pero así es la vida. Tal vez por eso nos sentimos atrapados de vez en cuando por algo que consideramos bello, sea humano, animal o cosa, sea una obra del arte o de la naturaleza, una melodía, un dibujo, una estatua, un edificio o una simple taza en la que tomamos el café todos los días. ¿Intuición de verdades? Esperanza.

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