Nos pasan cosas en la vida que rompen nuestra aparente monotonía. Unas buenas y otras malas. Cuando la vorágine de los acontecimientos solo nos permite actuar no es tiempo para el pensamiento. El tiempo para el pensamiento viene luego. Hay veces, en las tempestades, que solo tenemos fuerzas para agarrarnos con firmeza al timón y así conseguir mantener el rumbo, con todos sus vaivenes, con todas sus oscilaciones. Para sobrevivir. Luego debemos asumir que el escenario ha cambiado. El edificio de la existencia es poderoso, pero quebradizo. Un viento fuerte, inesperado, puede derribarlo de repente. Necesitamos más tarde, yo al menos necesito, recomponer el tablero con las piezas que aún permanecen erguidas, enrocadas unas, desplegadas las otras, pero dispuestas a seguir enfrentando la partida de la vida. Siento entonces, ahora, que lo que creía mis fundamentos deben ser revisados, retirados unos, apuntalados otros, o asentados más profundamente aquellos que verdaderamente me han demostrado que forman parte esencial de mi existencia.
El comienzo de un año no es una fecha significativa en el devenir de los acontecimientos. Es un punto más en un círculo que vuelve sobre sí mismo, abriéndose o cerrándose según se mire. Es un instante tan importante como cualquier otro, tan eterno como cualquier otro. En sí mismo contiene, como los demás instantes, todos los momentos anteriores y posteriores de la existencia. Pero, sea por convención o sea porque hay algún punto privilegiado en el Calendario de la Historia del Mundo, lo cierto es que solemos reflexionar un poco más durante estos días, solemos desear cosas para los que amamos, solemos tener presente el pasado y el futuro con mucha más intensidad que durante los tiempos de la vida cotidiana. Seguramente por eso pienso ahora, escribo ahora.
Las preguntas fundamentales vuelven de nuevo, una y otra vez. Como siempre. Ahora pretendo no engañarme, no echar paladas de tierra intelectual para ahogar los sentimientos que me ahogan. A solas, contemplando, sintiendo, recordando, me doy cuenta de que desde hace ya una larga temporada he vuelto a preguntarme sobre las cosas en las que yo verdaderamente creo. No me refiero a las ideas vagas, a las opiniones ejercidas sin demasiado convencimiento. Hablo de mis creencias, de mis verdades, si acaso las tengo. Me responde la duda, el escepticismo, si sigo el diálogo de la razón. Pero su respuesta me deja sola, abandonada, y me inunda el miedo. Así que miro para el otro lado y tiendo a escuchar solamente los sonidos de mi corazón. Y compruebo que me reconforta oír de nuevo los ecos de mi infancia: me iluminan, me permiten caminar. Pero un poco más tarde comprendo que es necesario intentar razonar un poco, que no puedo conformarme con un edificio construido en el aire sobre el territorio de las vaguedades, pues conozco que esas creaciones se puede derrumbar al menor soplo de un viento huracanado. Sé que, aunque el razonamiento no me lleve a ninguna conclusión, el hecho mismo de razonar o de preguntarme, ya me reconforta de algún modo.
Creer es más profundo que opinar. Pero ¿en qué creo yo? Me he dado cuenta de que no me resulta nada fácil hablar con claridad sobre cuáles son mis creencias, cuáles son mis valores. Y eso que ya no soy joven (o quizá por eso, porque ya no soy joven). No sé si eso se debe a que a estas alturas pocas de mis ideas son verdaderamente firmes, pues la mayor parte de ellas están dispuestas a ser cuestionadas una y otra vez, o a que en realidad me parece que cualquier cosa que se afirma sin matizarla suele ser equivocada. Probablemente algunos de los que me conocen dirían de mí que soy de esas personas que tienen las ideas claras y que las defienden en cuanto tienen oportunidad de hacerlo; pero en realidad si afirmo algo con firmeza es porque me gusta que quienes hablan expliquen de verdad sus pensamientos, que sean sinceros cuando formulan sus opiniones, que sean sus propias ideas las que defienden, no aquellas esquematizadas en forma de consignas que forman parte del grupo al que sienten que pertenecen o las que fueron formuladas por tal o cual señor de quien recuerdan con precisión sus palabras, pero de quien no interiorizaron en absoluto la profundidad de su pensamiento. Quizá por eso me gustan las personas que son capaces de oír puntos de vista distintos a los suyos y de rebatirlos, que defienden lo que sienten y lo que creen, pero que no tienen miedo de escuchar otros planteamientos e incluso están dispuestos a cambiarlos. Seguramente por todo eso tiendo a emplear cierta contundencia en la argumentación. Con sinceridad, creo que si lo hago es porque deseo que quienes se oponen a lo que pienso lo hagan con razones que puedan convencerme. Y desde luego yo también pretendo convencer cuando siento que mi opinión es firme, cuando es algo más que una opinión dicha sin haber pensado mucho, cuando me parece que ha alcanzado cierta categoría de creencia. De creencia, digo, sabiendo que es algo que ni puede ser defendido con la maquinaria de la lógica, ni puede ser impuesto a los demás, algo que en realidad ni siquiera se puede discutir, sólo sentir.
Quizá por todo eso me ha parecido que podía apoyarme en un sencillo texto de Albert Einstein que leí hace tiempo por casualidad en el que intenta exponer sus convicciones de forma escueta, como si se tratase de un credo. Fue escrito para una conferencia que pronunció ante la Liga Alemana de los Derechos Humanos en el año 1932 y suele ser conocido como “El credo de Einstein”. Se trata de una breve declaración sobre lo que constituía la base de sus creencias, no solo las de orden religioso, sino también las que atañen a la ética y a sus relaciones con los demás. Conviene recordar que, como buen físico, Einstein no quiso limitarse a las conclusiones científicas, sino que siempre deseó trascenderlas, siempre se interesó, como los clásicos, por las cuestiones de meta-física. Así que os invito a leerlo. He hecho la traducción, a trancas y barrancas y con alguna ayuda, intentando buscar el sentido de las palabras en el idioma original para evitar las distorsiones del pensamiento que suelen ser habituales en cualquier traducción; por eso pido disculpas si suena dura en español y ruego que me señaléis cualquier cosa que os parezca errónea o mejorable.
Lo que me gusta más de este texto y seguramente por lo que lo he elegido para reflexionar sobre las cosas en las que yo creo es la emoción por el misterio que pone de manifiesto, su profunda perturbación por lo que intuye, oculto, más allá de la apariencia de las cosas, su claro sentimiento acerca de aquello que resulta inasquible a la mente humana, en definitiva, el respeto religioso que siente ante la belleza de lo sublime, que solo puede atisbar por su débil reflejo en el mundo de lo tangible.
Para no hacer una entrada demasiado extensa dejaré para una segunda parte escribir acerca de mis opiniones, hasta qué punto estoy o no de acuerdo con todo lo que Einstein dice. Intentaré entonces exponer con claridad en qué cosas yo verdaderamente creo, cuáles siento de un modo más o menos difuso y cuáles anidan en mi corazón desde siempre escondidas, agazapadas. De momento os invito a una pequeña reflexión.
El comienzo de un año no es una fecha significativa en el devenir de los acontecimientos. Es un punto más en un círculo que vuelve sobre sí mismo, abriéndose o cerrándose según se mire. Es un instante tan importante como cualquier otro, tan eterno como cualquier otro. En sí mismo contiene, como los demás instantes, todos los momentos anteriores y posteriores de la existencia. Pero, sea por convención o sea porque hay algún punto privilegiado en el Calendario de la Historia del Mundo, lo cierto es que solemos reflexionar un poco más durante estos días, solemos desear cosas para los que amamos, solemos tener presente el pasado y el futuro con mucha más intensidad que durante los tiempos de la vida cotidiana. Seguramente por eso pienso ahora, escribo ahora.
Las preguntas fundamentales vuelven de nuevo, una y otra vez. Como siempre. Ahora pretendo no engañarme, no echar paladas de tierra intelectual para ahogar los sentimientos que me ahogan. A solas, contemplando, sintiendo, recordando, me doy cuenta de que desde hace ya una larga temporada he vuelto a preguntarme sobre las cosas en las que yo verdaderamente creo. No me refiero a las ideas vagas, a las opiniones ejercidas sin demasiado convencimiento. Hablo de mis creencias, de mis verdades, si acaso las tengo. Me responde la duda, el escepticismo, si sigo el diálogo de la razón. Pero su respuesta me deja sola, abandonada, y me inunda el miedo. Así que miro para el otro lado y tiendo a escuchar solamente los sonidos de mi corazón. Y compruebo que me reconforta oír de nuevo los ecos de mi infancia: me iluminan, me permiten caminar. Pero un poco más tarde comprendo que es necesario intentar razonar un poco, que no puedo conformarme con un edificio construido en el aire sobre el territorio de las vaguedades, pues conozco que esas creaciones se puede derrumbar al menor soplo de un viento huracanado. Sé que, aunque el razonamiento no me lleve a ninguna conclusión, el hecho mismo de razonar o de preguntarme, ya me reconforta de algún modo.
Creer es más profundo que opinar. Pero ¿en qué creo yo? Me he dado cuenta de que no me resulta nada fácil hablar con claridad sobre cuáles son mis creencias, cuáles son mis valores. Y eso que ya no soy joven (o quizá por eso, porque ya no soy joven). No sé si eso se debe a que a estas alturas pocas de mis ideas son verdaderamente firmes, pues la mayor parte de ellas están dispuestas a ser cuestionadas una y otra vez, o a que en realidad me parece que cualquier cosa que se afirma sin matizarla suele ser equivocada. Probablemente algunos de los que me conocen dirían de mí que soy de esas personas que tienen las ideas claras y que las defienden en cuanto tienen oportunidad de hacerlo; pero en realidad si afirmo algo con firmeza es porque me gusta que quienes hablan expliquen de verdad sus pensamientos, que sean sinceros cuando formulan sus opiniones, que sean sus propias ideas las que defienden, no aquellas esquematizadas en forma de consignas que forman parte del grupo al que sienten que pertenecen o las que fueron formuladas por tal o cual señor de quien recuerdan con precisión sus palabras, pero de quien no interiorizaron en absoluto la profundidad de su pensamiento. Quizá por eso me gustan las personas que son capaces de oír puntos de vista distintos a los suyos y de rebatirlos, que defienden lo que sienten y lo que creen, pero que no tienen miedo de escuchar otros planteamientos e incluso están dispuestos a cambiarlos. Seguramente por todo eso tiendo a emplear cierta contundencia en la argumentación. Con sinceridad, creo que si lo hago es porque deseo que quienes se oponen a lo que pienso lo hagan con razones que puedan convencerme. Y desde luego yo también pretendo convencer cuando siento que mi opinión es firme, cuando es algo más que una opinión dicha sin haber pensado mucho, cuando me parece que ha alcanzado cierta categoría de creencia. De creencia, digo, sabiendo que es algo que ni puede ser defendido con la maquinaria de la lógica, ni puede ser impuesto a los demás, algo que en realidad ni siquiera se puede discutir, sólo sentir.
Quizá por todo eso me ha parecido que podía apoyarme en un sencillo texto de Albert Einstein que leí hace tiempo por casualidad en el que intenta exponer sus convicciones de forma escueta, como si se tratase de un credo. Fue escrito para una conferencia que pronunció ante la Liga Alemana de los Derechos Humanos en el año 1932 y suele ser conocido como “El credo de Einstein”. Se trata de una breve declaración sobre lo que constituía la base de sus creencias, no solo las de orden religioso, sino también las que atañen a la ética y a sus relaciones con los demás. Conviene recordar que, como buen físico, Einstein no quiso limitarse a las conclusiones científicas, sino que siempre deseó trascenderlas, siempre se interesó, como los clásicos, por las cuestiones de meta-física. Así que os invito a leerlo. He hecho la traducción, a trancas y barrancas y con alguna ayuda, intentando buscar el sentido de las palabras en el idioma original para evitar las distorsiones del pensamiento que suelen ser habituales en cualquier traducción; por eso pido disculpas si suena dura en español y ruego que me señaléis cualquier cosa que os parezca errónea o mejorable.
“Pertenecer al grupo de personas que pueden y saben dedicar sus mejores energías a la contemplación e investigación de cosas objetivas e intemporales supone un privilegio especial. Qué satisfecho y agradecido estoy de haber llegado a ser partícipe de este privilegio, el cual otorga una amplia independencia respecto al destino personal y al comportamiento de las personas que nos rodean. Pero esta independencia no puede volvernos ciegos al reconocimiento de los deberes que continuamente nos ligan al pasado, presente y futuro del género humano.
Parece extraña nuestra situación sobre la Tierra. Cada uno de nosotros aparece aquí, involuntariamente y sin haber sido invitado, para una breve estancia, sin saber por qué ni para qué. En la vida cotidiana sentimos sólo que el hombre está aquí en razón de los demás, nuestros semejantes, de aquellos a los que amamos y de tantos otros a cuya suerte estamos ligados.
A menudo me agobia el pensamiento de en qué medida mi vida está construida a partir del trabajo de mis congéneres, y sé cuánto les debo.
No creo en el libre albedrío. La frase de Schopenhauer, “El hombre probablemente puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere”, me acompaña en todas las circunstancias de mi vida y me reconcilia con las acciones de los hombres, incluso cuando son bastante dolorosas para mí. Esta toma de conciencia de la carencia de libre albedrío me protege de tomar demasiado en serio, a mí mismo y a mis congéneres, en cuanto individuos que actúan y juzgan, y de perder el buen humor.
Nunca he aspirado al lujo ni a la opulencia, y hasta tengo una buena dosis de desprecio por ellos. Mi pasión por la justicia social me ha ocasionado a menudo conflictos con los hombres, lo mismo que mi aversión a cualquier obligación y dependencia que no me parezcan absolutamente necesarias.
Tengo siempre una alta consideración por el individuo y abrigo una insuperable animadversión hacia la violencia y hacia la conducta gregaria. Por todos estos motivos soy un apasionado pacifista y antimilitarista, y rechazo cualquier nacionalismo, aun cuando se comporte solamente como patriotismo.
Los privilegios que surgen de la posición y del patrimonio me han parecido siempre injustos y perniciosos, de igual modo que un exagerado culto a la personalidad. Me declaro partidario del ideal de la democracia, a pesar de que conozco plenamente los inconvenientes de la forma de estado democrática. La equidad social y la protección económica del individuo me han parecido siempre los objetivos importantes de la comunidad estatal.
Yo soy ciertamente en la vida cotidiana el típico carruaje de un solo caballo, pero la conciencia de pertenecer a la comunidad invisible de aquellos que aspiran a la Verdad, a la Belleza y a la Justicia no ha permitido que surja en mí la sensación de aislamiento.
Lo más bello y lo más profundo que un hombre puede experimentar es la sensación de lo misterioso. Ello fundamenta la religión, así como todas las aspiraciones más profundas en el arte y en la ciencia. Quien no haya experimentado esto me parece a mí, si no muerto, sí al menos ciego. Sentir que detrás de lo tangible está oculto un algo, lo inasequible para nuestra mente, cuya belleza y sublimidad nos alcanza sólo indirectamente y en un tenue reflejo: esto es religiosidad. En este sentido yo soy religioso. Para mí es suficiente vislumbrar admirado estos secretos e intentar captar mentalmente con humildad una pálida imagen de la estructura sublime de los entes.”
Lo que me gusta más de este texto y seguramente por lo que lo he elegido para reflexionar sobre las cosas en las que yo creo es la emoción por el misterio que pone de manifiesto, su profunda perturbación por lo que intuye, oculto, más allá de la apariencia de las cosas, su claro sentimiento acerca de aquello que resulta inasquible a la mente humana, en definitiva, el respeto religioso que siente ante la belleza de lo sublime, que solo puede atisbar por su débil reflejo en el mundo de lo tangible.
Para no hacer una entrada demasiado extensa dejaré para una segunda parte escribir acerca de mis opiniones, hasta qué punto estoy o no de acuerdo con todo lo que Einstein dice. Intentaré entonces exponer con claridad en qué cosas yo verdaderamente creo, cuáles siento de un modo más o menos difuso y cuáles anidan en mi corazón desde siempre escondidas, agazapadas. De momento os invito a una pequeña reflexión.