Nietzsche: Eterno Retorno o "De la visión y el enigma"


El texto que pongo a continuación nos habla de abismos metarracionales, de la visión del hombre trascendente, del Hombre, un dios en sí mismo que no necesita enajenarse. Un texto poético, como siempre que la filosofía ha querido hablar de asuntos que parecen estar más allá de la razón. Este Mesías que Nietzsche intuye resuelve la tragedia de la vida y de la muerte, otorgando al cotidiano devenir lo que tradicionalmente se ha vinculado con lo divino: la eternidad. Con la idea del eterno retorno, lo que él llamaba su pensamiento abismal, Nietzsche preconiza el hombre nuevo, un hombre evolucionado, verdaderamente libre que ya no requiere el consuelo de religión alguna, que ya no supedita su vida a una supuesta realidad suprasensible, pero que tampoco la concibe como un camino hacia la nada. Desde ese momento, desde esa visión filosófica del instante eterno, cambiará radicalmente la posición ontológica del hombre: la trascendencia la tendremos aquí mismo, la llevaremos con nosotros y para siempre.





EDVARD MUNCH: Friedrich Nietzsche, 1906; Charcoal, pastel and tempera on paper; 200 x 130 cm; Munch Museum, Oslo


Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

"De la visión y del enigma"


1


Cuando se corrió entre los marineros la voz de que Zaratustra se encontraba en el barco —pues al mismo tiempo que él había subido a bordo un hombre que venía de las islas afortunadas— prodújose una gran curiosidad y expectación. Mas Zaratustra estuvo callado durante dos días, frío y sordo de tristeza, de modo que no respondía ni a las miradas ni a las preguntas. Al atardecer del segundo día, sin embargo, aunque todavía guardaba silencio, volvió a abrir sus oídos: pues había muchas cosas extrañas y peligrosas que oír en aquel barco, que venía de lejos y que quería ir más lejos aún. Zaratustra era amigo, en efecto, de todos aquellos que realizan largos viajes y no les gusta vivir sin peligro. Y he aquí que, por fin, a fuerza de escuchar, su propia lengua se soltó y el hielo de su corazón se rompió: —entonces comenzó a hablar así:

A vosotros los audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles,—

a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos: —pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo y que, allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir,—

a vosotros solos os cuento el enigma que he visto, —la visión del más solitario . —

Sombrío caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, —sombrío y duro, con los labios apretados. Pues más de un sol se había hundido en su ocaso para mí.

Un sendero que ascendía obstinado a través de pedregales, un sendero maligno, solitario, al que ya no alentaban ni hierbas ni matorrales: un sendero de montaña crujía bajo la obstinación de mi pie.

Avanzando mudo sobre el burlón crujido de los guijarros, aplastando la piedra que lo hacía resbalar: así se abría paso mi pie hacia arriba.

Hacia arriba: —a pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el abismo, el espíritu de la pesadez, mi demonio y enemigo capital.

Hacia arriba: —aunque sobre mí iba sentado ese espíritu, mitad enano, mitad topo; paralítico; paralizante; dejando caer plomo en mi oído, pensamientos-gotas de plomo en mi cerebro.

“Oh Zaratustra, me susurraba burlonamente, silabeando las palabras, ¡tú piedra de la sabiduría! Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, mas toda piedra arrojada —¡tiene que caer!

¡Oh Zaratustra, tú piedra de la sabiduría, tú piedra de honda, tú destructor de estrellas! A ti mismo te has arrojado tan alto, —mas toda piedra arrojada— ¡tiene que caer!

Condenado a ti mismo, y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, sí, lejos has lanzado la piedra, —¡más sobre ti caerá de nuevo!”

Calló aquí el enano; y esto duró largo tiempo. Mas su silencio me oprimía; ¡y cuando se está así entre dos, se está, en verdad, más solitario que cuando se está solo!

Yo subía, subía, soñaba, pensaba,—mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su terrible tormento le deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía vuelve a despertarle cuando acaba de dormirse.—

Pero hay algo en mí que yo llamo valor: hasta ahora éste ha matado en mí todo desaliento. Ese valor me hizo al fin detenerme y decir: “¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!”—

El valor es, en efecto, el mejor matador, —el valor que ataca: pues todo ataque se hace a tambor batiente.

Pero el hombre es el animal más valeroso: por ello ha vencido a todos los animales. A tambor batiente ha vencido incluso todos los dolores; pero el dolor por el hombre es el dolor más profundo.

El valor mata incluso el vértigo junto a los abismos: ¡y en qué lugar no estaría el hombre junto a abismos! ¿El simple mirar no es —mirar abismos?

El valor es el mejor matador: el valor mata incluso la compasión. Pero la compasión es el abismo más profundo: cuanto el hombre hunde su mirada en la vida, otro tanto la hunde en el sufrimiento.

Pero el valor es el mejor matador, el valor que ataca: éste mata la muerte misma, pues dice: “¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!”

En estas palabras, sin embargo, hay mucho sonido de tambor batiente. Quien tenga oídos, oiga.—



2



“¡Alto! ¡Enano!, dije. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de los dos: —¡tú no conoces mi pensamiento abismal! ¡Ese —no podrías soportarlo!”—

Entonces ocurrió algo que me dejó más ligero: ¡pues el enano saltó de mi hombro, el curioso! Y se puso en cuclillas sobre una piedra delante de mí. Cabalmente allí donde nos habíamos detenido había un portón.

“¡Mira ese portón! ¡Enano!, seguí diciendo: tiene dos caras. Dos caminos convergen aquí: nadie los ha recorrido aún hasta su final.

Esa larga calle hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia delante —es otra eternidad.

Se contraponen esos caminos: chocan derechamente de cabeza: —y aquí, en este portón, es donde convergen. El nombre del portón está escrito arriba: ‘Instante’.

Pero si alguien recorriese uno de ellos —cada vez y cada vez más lejos: ¿crees tú, enano, que esos caminos se contradicen eternamente?” —

“Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”.

“Tu, espíritu de la pesadez, dije encolerizándome, ¡no tomes las cosas tan a la ligera! O te dejo en cuclillas ahí donde te encuentras, ¡cojitranco! —¡y yo te he subido hasta aquí!

¡Mira, continué diciendo, este instante! Desde este portón llamado Instante corre hacia atrás una calle larga, eterna: a nuestras espaldas yace una eternidad.

Cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá ya que haber recorrido ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez?

Y si todo ha existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá también este portón que — haber existido ya?

¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras si todas las cosas venideras? ¿Por tanto — — — incluso a sí mismo?

Pues cada una de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia delantetiene que volver a correr una vez más!—

Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas —¿no tenemos todos nosotros que haber existido ya?

—y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle —¿no tenemos que retornar eternamente?”—

Así dije, con voz cada vez más queda; pues tenía miedo de mis propios pensamientos y del trasfondo de ellos. Entonces, de repente, oí aullar a un perro cerca.

¿Había oído yo alguna vez aullar así a un perro? Mi pensamiento corrió hacia atrás. ¡Sí! Cuando era niño, en remota infancia:

—entonces oí aullar así a un perro. Y también lo vi, con el pelo erizado, la cabeza levantada, temblando, en la más silenciosa medianoche, cuando incluso los perros creen en fantasmas:

de tal modo que me dio lástima. Pues justo en aquel momento la luna llena, con un silencio de muerte, apareció por encima de la casa, justo en aquel momento se había detenido, un disco incandescente, —detenido sobre el techo plano, como sobre propiedad ajena:—

esto exasperó entonces al perro: pues los perros creen en ladrones y fantasmas. Y cuando de nuevo volví a oírle aullar, de nuevo volvió a darme lástima.
¿A dónde se había ido ahora el enano? ¿Y el portón? ¿Y la araña? ¿Y todo el cuchicheo? ¿Había yo soñado, pues? ¿Me había despertado? De repente me encontré entre peñascos salvajes, solo, abandonado, en el más desierto claro de luna.

¡Pero allí yacía por tierra un hombre! ¡Y allí! El perro saltando, con el pelo erizado, gimiendo —ahora él me veía venir— y entonces aulló de nuevo, gritó: —¿había yo oído alguna vez a un perro gritar así pidiendo socorro?

Y, en verdad, lo que vi no lo había visto nunca. Vi a un joven pastor retorciéndose, ahogándose, convulso, con el rostro descompuesto, de cuya boca colgaba una pesada serpiente negra.

¿Había visto yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo rostro? Sin duda se había dormido. Y entonces la serpiente se deslizo en su garganta y se aferraba a ella mordiendo.

Mi mano tiró de la serpiente, tiró y tiró: —¡en vano! No conseguí arrancarla de allí. Entonces se me escapó un grito: “¡Muerde! ¡Muerde!

¡Arráncale la cabeza! ¡Muerde!” —este fue el grito que de mí se escapó, mi horror, mi odio, mi nausea, mi lastima, todas mis cosas buenas y malas gritaban en mí con un solo grito.—

¡Vosotros, hombres audaces que me rodeáis! ¡Vosotros, buscadore,s indagadores, y quienquiera de vosotros que se haya lanzado con velas astutas a mares inexplorados! ¡Vosotros, que gozáis con enigmas!

¡Resolvedme, pues, el enigma que yo contemplé entonces, interpretadme la visión del más solitario!

Pues fue una visón y una previsión: —¿qué vi yo entonces en símbolo? ¿Y quién es el que algún día tiene que venir aún?

¿Quién es el pastor a quien la serpiente se le introdujo en la garganta? ¿Quién es el hombre a quien todas las cosas más pesadas, más negras, se le introducirán así en la garganta?

—Pero el pastor mordió, tal como se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente: —y se puso en pie de un salto.—

Ya no pastor, ya no hombre, —¡un transfigurado, iluminado, que reía! ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre alguno como él rió!

Oh hermanos míos, oí una risa que no era risa de hombre, — —y ahora me devora una sed, un anhelo que nunca se aplaca.

Mi anhelo de esa risa me devora: ¡oh, cómo soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el morir ahora!—

Así habló Zaratustra.


Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
Trad. Sánchez Pascual. Alianza Editorial
(las palabras destacadas son del texto)





Así pues, no sin gran osadía voy a atreverme a recoger el reto con el que acaba la narración y voy a aventurarme por las aguas enigmáticas de este texto. Como uno de esos “audaces buscadores e indagadores”, voy a intentar arrojar desde mi pequeña cala alguna luz que pueda señalar el rumbo a los lectores de este blog. Lectores que, presumo, sois de esos “que gozáis con enigmas”, como estos intrépidos navegantes a los que se dirige Zaratustra, y que sí os dejáis llevar sin temor por los cantos de las sirenas. Navegantes que no caminan con los pies en la tierra, sino que se deslizan por líquidas superficies de enigmas y adivinaciones, por laberintos tortuosos donde no existe siquiera un hilo tendido, una guía racional trazada, pues en su afán por conocer no temen adentrarse por territorios ignotos, más allá de la deducción lógica, más allá incluso de la razón. Aunque mis velas no son tan astutas como mi atrevimiento desearía, afortunadamente, no estoy sola frente al “gran enigma”, pues antes de mí muchos otros bastante más avezados que yo han ido desbrozándome el camino. Intentaré, pues, apuntar a continuación algunas de las ideas que este texto me ha ido despertando, reconociendo de antemano que, seguramente, todas o la mayor parte de ellas no serán originales, sino que las habré ido recogiendo aquí y allá, sin poder afirmar con precisión, en la mayor parte de los casos, qué autor o qué lecturas me las han ido descubriendo.

Pero antes de nada un breve apunte: el sonido (la música entendida en un sentido amplio) aparece en todo este texto como un vehículo poderoso, no sólo capaz de tornar el ánimo, sino también la percepción de la realidad, incluso, casi diría, la realidad misma. En cada uno de los grados iniciáticos hacia la sabiduría en los que vamos a imaginar organizada la narración de Zaratustra podemos encontrar que el desencadenante siempre ha sido el sonido. Los iniciados, navegantes o lectores, son los que se dejan seducir por las metafóricas sonoridades de las flautas. El sonido de las palabras extrañas que oye en aquel barco tiene el poder de "abrir sus oídos" y de transformar el ánimo melancólico de Zaratustra, que estaba "sordo de tristeza", para empezar a hablar, para narrar su viaje iniciático por la montaña de la sabiduría. Más adelante, el redoble de los tambores (instrumento de percusión, dionisiaco, usado comúnmente en rituales religiosos para lograr el arrebato místico) sirve de metáfora del estruendo que en el alma causa la búsqueda del coraje necesario para vencer al miedo, el compañero más empecinado del hombre, coraje necesario para desprenderse del peso del pensamiento dominante y lanzarse al abismo de la búsqueda personal. Finalmente otro sonido, el desgarrador aullido de un perro en una silenciosa noche de luna llena, desencadena la visión propiamente dicha, el punto culminante de la narración de Zaratustra.
 PABLO GARAGALLO, EL Gran Profeta, 1933; escultura metálica de hierro; Museo Centro de Arte Reina Sofía, Madrid

Empecemos, pues. Como tantas veces en la filosofía, Nietzsche utiliza el mito y la metáfora para hablar de ideas difíciles de mostrar de otro modo. En un lenguaje simbólico de alto contenido poético describe la visión enigmática de Zaratustra, alter ego del filósofo, una suerte de profeta laico que anuncia nuevos tiempos para el hombre. O el hombre de los nuevos tiempos. Al leer el relato de Zaratustra sentimos enseguida, conmovidos por la fuerza expresionista con la que está contado, que nos encontramos ante algo así como un poema místico y que esa “visión del más solitario” viene a ser un trasunto de la revelación mística religiosa (del griego mystikós, "cerrado, arcano o misterioso”). Pero lo cierto es que pronto nos damos cuenta de que se trata de una visión de índole opuesta: la renuncia, la ascética que la mística religiosa exaltaba, el anhelo por la muerte como condición indispensable para el contacto permanente con el Amado es sustituida ahora por la afirmación radical de la vida. Por eso, frente al "tan alta vida espero que muero porque no muero" de Santa Teresa de Ávila, Zaratustra concluye, anhelando la risa del hombre nuevo: "¡oh, cómo soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el morir ahora!".

En efecto, para entender qué es lo que verdaderamente Nietzsche está contándonos me parece una buena idea pensar que este texto está escrito en clave de lo que podríamos llamar antimística o, tal vez mejor, nueva mística, algo así como una mística laica. Aunque, por otra parte, tampoco es tan nueva, pues la sabiduría filosófica que Zaratustra predica y su relación con los misterios iniciáticos, despojados de implicaciones religiosas, fue una idea común en la Antigüedad y tenemos noticia de ella, al menos ya, en el pensamiento pitagórico (e incluso en buena parte del platónico, no del platonismo pasado por el tamiz cristiano que Nietzsche expresamente desecha). Lo cierto es que en un constante juego de semejanzas y oposiciones, y mediante una especie de reelaboración literaria de los escritos religiosos, Nietzsche intenta llevarnos a ideas esencialmente opuestas. En toda la narración encontramos palabras literales de la Biblia. Escuchamos también resonancias de creencias antiguas en la eternidad, la muerte y la resurrección. El mismo Zaratustra (o Zoroastro) es ya una reencarnación poética del profeta histórico. Pero también viene a identificarse con San Juan Bautista, el que predica en el desierto anunciando la llegada del Mesías. Además, del mismo modo que Cristo antes de difundir su palabra entre los hombres debe ayunar en la montaña donde es sometido a tentaciones demoníacas, ahora Zaratustra tiene que superar las tentaciones que lo arrastran hacia abajo, tentaciones simbolizadas por las palabras del enano-topo que lleva sobre sus hombros, el espíritu de la pesadez, el pensamiento común. Finalmente nos percatamos de que ese nuevo hombre que Zaratustra contempla en su visión, “el que algún día tiene que venir aún”, aparece como un nuevo Mesías, trasunto del Cristo que vence a la serpiente.

Si os parece, podríamos adentramos en el texto desde esa perspectiva antimística: no sería difícil de este modo distinguir varios grados en el proceso mistérico que conduce a Zaratustra hasta la cúspide del conocimiento, a su visión abismal. Podemos pensar que el primer grado iniciático es el que comparte con los navegantes que le escuchan cuando por fin les relata su experiencia. Yo creo que en realidad estos navegantes vienen a ser los lectores del libro de Nietzsche, que de algún modo son tratados como iniciados porque saben verdaderamente de qué se está hablando. Estos iniciados, estos navegantes, me parece, deben de ser todos aquellos que tienen interés por los asuntos filosóficos y no quieren conformarse con la común opinión, con el pensamiento convencional al uso en cada época, sino que disfrutan paseando por territorios laberínticos, por parajes de lo diferente o incluso de lo desconocido, como seguramente hacéis muchos de los ahora que estáis leyendo estas líneas.

El segundo grado, que podríamos llamar ascético, sería el de la primera parte del trayecto, el de Zaratustra con el enano sobre sus hombros subiendo por la montaña, por la empinado senda del conocimiento. Este camino está descrito como un clásico sendero de iniciación, comúnmente recorrido por los profetas de todos los credos: igual que la senda ascética que conduce al encuentro y comunión con el dios en los poemas místicos, el camino ascendente de Zaratustra es pedregoso y difícil, es un camino de desapegos, duro y seco, por terrenos donde reina el crepúsculo, sumidos en difusas luminosidades, entre aquí y allá, un camino que le va llevando penosamente hacia un territorio cada vez más esquilmado y solitario.

Comprendemos que Nietzsche está hablando metafóricamente de la trabajosa tarea de profundizar en el conocimiento del mundo, a la vez que va abandonando el común saber, al mismo tiempo que va desapegándose de todo lo que había aprendido hasta entonces. Edvard Munch, The Scream, 1893; Tempera and pastel on board; 91 x 73.5 cm, National Gallery, OsloZaratustra es osado y en su peregrinar en búsqueda del conocimiento no sólo ha prescindido del saber religioso, sino que también ha arrojado por la borda las ideas de los filósofos que le han precedido: “más de un sol se había hundido en su ocaso para mí”, dice. El profeta de la nueva era ha dejado de creer en mundos extraterrenales, en estrellas celestiales, en metafísicas: “¡Tú destructor de estrellas!”, le dice el enano. Nietzsche describe en otro lugar la historia de la metafísica como la historia de un error y da el nombre genérico de Dios a todo ese mundo suprasensible que la acompaña. Para él ha sucumbido la metafísica idealista que concibe como existente el mundo del más allá, mientras que niega el carácter de auténtico ser a las cosas sensibles, en tanto que cambiantes. A esto se refiere Nietzsche cuando habla en otros textos de la muerte de Dios. Simbólicamente, en el ascenso por la montaña Zaratustra tiene que enfrentarse con todos los demonios, con todas las potencias negativas que le entorpecen, las que vienen de la mano de su compañero de viaje, su yo más terrenal, el que permanece aferrado a la lógica racional, ese enano-topo que lleva sobre sus hombros y que se ríe de su loca pretensión de divinidades, que le previene y le invita a detenerse, augurándole una colosal caída.

Pero la fuerza de la ensoñación es poderosa. La fiebre visionaria enardece el corazón del filósofo, tan solitario ya que tiene que prescindir de parte de sí mismo, del enano cojitranco que lo acompaña: para seguir ascendiendo por la escabrosa pendiente de la sabiduría necesita despojarse del peso del conocimiento con el que ha ido cargando hasta ahora, para con más distancia interrogarle. Podemos pensar que delante del portón llamado instante nos encontramos en el tercero de los grados iniciáticos que estamos imaginando, el grado que podríamos llamar filosófico, el del diálogo y el razonamiento. A tambor batiente se precipita Zaratustra en el conocimiento autónomo, el resultado de su propia visión del ser y del mundo, con el mayor ruido posible, para que el enemigo huya, para que el escenario tiemble con tanto estruendo que se aparte todo lo que le cerraba el paso. Un paso hacia el abismo del conocimiento, un paso hacia una nueva dimensión del hombre, más allá del dolor y del sufrimiento, incluso más allá de la vida. Y de la muerte. Palabras bíblicas: “Quien tenga oídos, oiga”.

En esta tercera etapa Zaratustra toma la palabra y habla con el enano: “¡Tú no conoces mi pensamiento abismal! ¡Ese - no podrías soportarlo!”, le dice. Delante de ese punto en el que el pasado y el futuro se oponen, al borde del precipicio del tiempo, empieza su razonamiento, empieza a hablarnos de su pensamiento abismal, de sus ideas sobre el eterno retorno. Comienza preguntando: “¿crees tú, enano, que esos caminos se contradicen eternamente?”. Está planteando la cuestión del tiempo, la cuestión sobre si los caminos temporales de lo que ya no es y de lo que habrá de ser, el pasado y el futuro, se oponen para siempre en ese punto, en ese portón-instante, cual dos infinitudes rectilíneas que se abrieran y se alejaran más y más, o si esos caminos no se alejan infinitamente, sino que habrán de reencontrarse de nuevo, con lo que no serían dos los caminos sino uno solo, circular. Vemos que la pregunta viene a resumir dos consideraciones tradicionales sobre el tiempo en la Historia de la Filosofía: el tiempo es una infinitud rectilínea o el tiempo es circular.

En la respuesta que con displicencia da el enano, “Todas las cosas derechas mienten, …. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”, podemos escuchar ideas que encontramos en el Antiguo Egipto, en el pitagorismo, en Platón y en buena parte del pensamiento oriental, usualmente asociadas a creencias en la trasmigración de las almas. Esta explicación del enano pretende ser más sabia que la más frecuente en el pensamiento occidental, la que concibe el tiempo como una secuencia lineal de acontecimientos, como algo infinito, quizá con un origen, pero sin un fin, donde los eventos, la vida del hombre incluida, empiezan y se acaban -es decir, no son propiamente-, y donde a este devenir en el tiempo de las cosas sensibles se contrapone una noción suprasensible de eternidad, de Verdad, de Dios. Las palabras del enano, sin embargo, reflejan la concepción del tiempo como algo cíclico, en un universo imaginado como una maquinaria perfecta de constitución esférica, donde los acontecimientos estarían regulados por un movimiento eterno, sin principio ni fin, e implica que todos los sucesos habrán de repetirse exactamente del mismo modo y en la misma secuencia, al cabo de un número finito de años. Y así eternamente.

Pero, ¿por qué Zaratustra no se conforma con la explicación proporcionada por el enano sobre el eterno retorno?, ¿por qué se indigna tanto?

Voy a intentar explicar que es lo que, a mi entender, Nietzsche quiere contarnos en este tercer momento, cuando propiamente comienza a hablar de su “pensamiento abismal”. Empecemos comprendiendo cómo para él el instante es una suerte de punto en el tiempo; pero no es un punto estático, sino que en cada punto temporal los acontecimientos mismos que lo configuran están fluyendo. El instante consiste en realidad en un particular devenir de acontecimientos. Y ese devenir ahora adquiere categoría de ser.

Tal vez la clave para comprender las ideas de Nietzsche sobre el eterno retorno pudiera residir en la pregunta que se hace un poco más adelante Zaratustra: “¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras si todas las cosas venideras? ¿Por tanto - - - incluso a sí mismo?”. Y en la continuación: “Pues cada una de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia delante - tiene que volver a correr una vez más! -”. La eternidad de lo que ha pasado y la eternidad de lo que habrá de suceder convergen en ese portón, en ese instante mismo en el que Zaratustra y el enano están conversando.Salvador Dalí, La persistencia de la memoria, 1931;  24 x 33 cm; oil in canvas; Museum of Modern Art, New York City Pero también convergen en el instante que le precede y en el que le sigue, en todos los demás instantes. No se trata de dos eternidades diferentes, sino de la misma, una suerte de lugar donde ocurren todas las cosas que pueden ocurrir. El instante, o lo que es lo mismo, el devenir de los acontecimientos que lo configuran, existe, tiene entidad, queda particularizado y diferenciado de los otros instantes. Pero existe encadenado con lazos indisolubles con cada uno de los instantes futuros y con todos los instantes pasados: en cada uno de los acontecimientos que configuran un instante está implícito también el resto de los acontecimientos del mundo, el resto de las cosas pasadas y venideras, pues todo cuanto en él se produce es consecuencia de la combinación de todos los acontecimientos precedentes, del mismo modo que la conjunción exacta de los acontecimientos que ocurren en cada instante desencadenará el conjunto de los acontecimientos venideros. Por eso cada instante encierra dentro de sí todo el pasado y todo el futuro. Por eso el instante es eterno, debe de haber existido ya y para siempre: lo que es posible, lo que tiene posibilidad de ser, tiene que ser siempre, continuamente, debe de haber ocurrido ya y ocurrirá, será, eternamente.

Ahora el ser es precisamente devenir constante, movimiento. Con esto se produce una revolución total en la ontología: si hasta entonces el ser venía a identificarse con lo que no cambia y el devenir de las cosas era visto del lado del no ser, ahora el ser no es concebido como algo inmóvil más allá de las cosas, sino que está definido por el movimiento mismo, por el propio devenir. Por eso Nietzsche no habla de que las cosas son, sino de que las cosas corren por esas calles que duran una eternidad, por el tiempo. El instante delimitado entre dos infinitudes que se contraponen me recuerda de algún modo la concepción griega del ser como límite en lo indefinido, como un eidos que lo individualiza y lo distingue del continuo infinito. Pero lo novedoso es que ahora ese límite está entendido como movimiento (aunque, como quizá intente explicar en otra ocasión, esta idea ya podría estar tambien presente en el pensamiento pitagórico, en su concepción musical del universo según el modelo de la cuerda vibrante). Pero tal vez lo más interesante, en mi opinión, de esta inversión ontológica, de la adjudicación de la categoría de ser al puro devenir, de eternidad a lo pasajero, es que dota de inmortalidad a lo aparentemente perecedero, y con ello va a dar al traste con la concepción del hombre como un ser en tránsito, sometido a leyes incognoscibles del más allá, sometido a un mundo suprasensible que sólo puede vislumbrar por la creencia. Y al cambiar la posición del hombre en el mundo, también cambiarán los imperativos morales y vitales por los que se habrá de regir.

Por eso Zaratustra se indigna con el enano, con la concepción tópica sobre el eterno retorno con la que le ha respondido. No es que los acontecimientos que se producen en cada momento retornen exactamente iguales al cabo de un número grande de años como consecuencia de que el tiempo es un círculo, diría, sino que el instante existe siempre, siempre es el mismo en una eterna dimensión temporal. En tanto que cada instante es eterno, si todo lo que puede existir ha existido ya, se puede hablar de un retorno, pero sólo de un modo impropio, visto desde la lógica temporal humana, que únicamente puede imaginar lo que acontece en sucesión. Lo que no ha desaparecido no puede retornar, sino que ya está, en otro lugar. El retorno del que habla Nietzsche no es eterno porque se repita incesantemente, es eterno porque siempre es el mismo. Si cada instante existe eternamente, si cada instante es verdaderamente, la sucesión lineal de acontecimientos, el tiempo tal y como normalmente lo concebimos, quedará relegada a una apariencia de realidad, como un punto de vista reducido, propio de la limitada condición humana. Percibimos que cambia el tiempo porque cambian los acontecimientos que ocurren en el tiempo. Quizás la Fisica actual no esté tan lejos de mostrarnos las consecuencias que se derivan de que el tiempo sólo sea un lugar más. Tal vez Nietzsche fuera capaz de intuir algo de todo esto: el Tiempo, el tiempo de verdad, vendría a ser una dimensión más, como las dimensiones acostumbradas del espacio.

Al final, el último grado, la visión mística, la revelación. Podríamos llamar a este grado el de la suprarracionalidad, más allá de la razón, más allá de la filosofía, el grado de la sabiduría visionaria al que sólo llegarían unos pocos. Quizá se trata de un saber más propio del Arte, un saber tan intrincado que la lógica lineal de las palabras no alcanza para abordarlo. Quizá sea un saber propiamente, puramente, espiritual. Por eso el visionario, mitad poeta entusiasmado, mitad loco enajenado, está completamente solo, sin interlocutor alguno. En la cúspide de la montaña, delante del abismo de eternidades, el enano que acompaña a Zaratustra tiene que desaparecer. Solo, aterradoramente abandonado por su pensamiento racional, llega a su visión, que es a la vez una previsión, nos dice, una anticipación del futuro.

Pero, vayamos por partes: ¿quiénes son los personajes que aparecen en la Revelación del Tiempo, en la visión del Instante Eterno?, ¿quién es ese hombre que yace por tierra, ese pastor que se retuerce lleno de espanto? ¿Y la serpiente? Este es el interrogante que lanza Zaratustra a sus compañeros navegantes; esa es la pregunta que Nietzsche deja abierta a sus lectores.

Lo que con más fuerza arrastra nuestra imaginación cuando leemos la descripción que hace Zaratustra de su visión es esa feroz imagen del pastor agonizante que se atreve finalmente a morder la cabeza de la serpiente, acuciado por las palabras del profeta. El lenguaje simbólico permite expresar la dimensión del sentimiento, el desgarro interior del que ha visto, del que ha conocido. A mi entender, Nietzsche está desarrollando en esta última etapa del metafórico viaje de Zaratustra por la montaña las ideas que ha lanzado como preguntas arrojadizas en el momento anterior, cuando aún estaba conversando filosóficamente con el enano. Ahora describe la violenta escena de la transfiguración del hombre, de moribundo a eterno. Es él mismo, Zaratustra, pero ya resucitado. En realidad ese pastor que se transmuta y ríe porque es capaz de sobreponerse al miedo es un paradigma de todos nosotros. El poder que adquiere en el momento en el que arranca de un mordisco la cabeza de la serpiente que lo atenazaba vendría a simbolizar, a mi juicio, la fuerza del que ve de repente, del que comprende que nada perece, que todas las cosas, mejor dicho, todos los acontecimientos que ocurren y que constituyen las cosas, son eternos, que no hay paraísos ni infiernos de futuro, en definitiva, cuando ve ese instante perenne, constantemente retornado.

Pero aventurémonos un poco más. La serpiente, o el dragón, es un símbolo arquetípico que aparece en muchas culturas. Nos habla del mundo de las profundidades abismales, del oscuro inconsciente colectivo que diría Jung y que inspira tantos relatos de Lovecraft. Se suele denominar cerebro reptiliano a la parte más profunda de nuestro yo, relacionada con los instintos más primitivos, con el deseo y la violencia; pero también con la fuerza por la vida y la supervivencia. En efecto, podemos toparnos con el reptil totémico por todas partes a lo largo de la Historia. En las religiones orientales hallamos frecuentemente a la serpiente vinculada con la sabiduría y tratada como animal benéfico. En la antigua Grecia la encontramos asociada con la capacidad para la adivinación y la profecía: recordemos a Pitón, la serpiente que vivía en Delfos (nombre éste también de otra serpiente-dragón primigenia) antes de que Apolo le diera muerte para robarle su sabiduría, y a Pitonisa, la sacerdotisa de los oráculos. El ouroboros (o uróboros), la serpiente (o serpiente alada) que se muerde la cola en forma de círculo, es, por otra parte, un símbolo constante en la iconografía filosófico-religiosa. Podemos encontrarla desde el Antiguo Egipto y la Antigua Grecia hasta nuestros días, donde sigue siendo un símbolo alquímico común a muchas corrientes esotéricas. Simboliza la infinitud, la unidad de todas las cosas y la idea del eterno renacer, del eterno retorno. No es extraño, pues, que en la tradición cristiana la serpiente sea a la vez un símbolo de sabiduría (del conocimiento científico) y del demonio tentador, del lado oscuro, al que Cristo, el Mesías, vence y se impone en su mensaje de salvación para los mortales: el pecado original al que la serpiente invita es precisamente el conocimiento, la manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal.

En efecto, en la visión de Zaratustra encontramos la Biblia, pero completamente dislocada. Podemos apreciar enseguida una transposición invertida del pasaje bíblico sobre el pecado original. Allí Eva, alentada por la serpiente, anima a Adán, el primer hombre, a morder la manzana del árbol de la ciencia. Pero esa decisión tendrá tales consecuencias que acabará para siempre con la condición de esos primeros simbólicos pobladores de la Tierra: una vez que Adán muerde la manzana, surge verdaderamente el género humano. La raza de los hombres que entonces nace se verá para siempre infectada con el virus del conocimiento, con el deseo de saber, por lo que pierde su inocencia, pierde su paraíso de ignorancia, y empieza su padecimiento trágico, su afán por preguntarse por la trascendencia, por la vida y por la muerte. El hombre estará para siempre marcado por ese pecado original.

En la narración de Netzsche, en cambio, es todo al revés: el pastor moribundo por la mordedura de esa serpiente envenenadora, el último hombre, es animado por el filósofo (encarnación del conocimiento humano, al fin y al cabo, la manzana) a arrancar valientemente de un mordisco la cabeza de esa serpiente que lo atenazaba. Cuando lo hace adquiere tal sabiduría que se transfigura, que desaparece definitivamente el hombre, aquél que fuera arrojado del paraíso, para nacer un nuevo ser, una nueva genarción de habitantes de la Tierra que ya no son hombres, que están más allá del hombre, más allá de la sucesión de la vida y de la muerte. Este hombre nuevo ya no necesitará una moral externa que, por temor al pecado y al castigo eterno, le obligue a actuar de manera justa y a alejarse del mal, sino que actuará siempre de la manera correcta por sí mismo, porque sabrá distinguir con claridad el bien del mal, porque al conocer que cada instante es eterno querrá vivirlo para siempre de la manera adecuada.

Así pues, podríamos pensar que el joven pastor que yace tendido en la tierra bien podría ser simbólicamente el último hombre, agonizante a causa de la negra serpiente que le penetra por la boca, de las fuerzas castradoras que lo someten, e incluso por la sabiduría tradicional que ha ido adquiriendo, pero que le impiden dar un paso más allá. En definitiva, por las fuerzas de su yo primitivo que lo atenazan, imposibilitándole elevarse a una condición moral superior. Aquel hombre que, limitado por su linealidad temporal, concebía la vida como una prisión, agoniza en una muerte terrible, nauseabunda, mientras el perro grita aterrorizado porque ya ningún sol ilumina, sólo la pálida luz de la luna. Es el hombre sometido, al que no le quedaba más remedio que purificarse, que vivir una vida de postración en la confianza de una eternidad salvadora, más allá, en un mundo ideal intangible. Pero también es el hombre contemporáneo, que muere, que se debate en una vida sin esperanza, pues se ha quedado sólo, sin ninguna estrella capaz de iluminar su vida. Ya ningún sol alumbra. Ya ha perdido a Dios. La ciencia de finales del diecinueve, la evolución de la tecnología, el pensamiento materialista, han acabado con Dios (en el sentido amplio que esta palabra tiene para Nietzsche y que antes he explicado), con la idea de Dios, y los hombres desde entonces, huérfanos de divinidades, sucumben agonizantes en un sentimiento nihilista. El sol ha decaído; el ocaso del astro iluminador de verdades, metáfora de Dios y de la Metafísica clásica, ha dejado en la soledad al eremita, ha dejado al hombre solo en la noche oscura. El enano ha desaparecido, sólo queda Zaratustra. Únicamente la sombría luz de la luna llena ilumina al último hombre, a ese pastor que lucha contra las fuerzas tenebrosas del inconsciente.

El pastor moribundo que renace transfigurado tras arrojar lejos de sí la cabeza de la serpiente viene a ser un nuevo Cristo, un nuevo Osiris o un Orfeo capaz de regresar desde la muerte: gracias al poder que adquiere cuando decide actuar, cuando por medio de su voluntad vence al miedo y se atreve a morder la cabeza de esa serpiente devastadora surge el hombre nuevo, lo que en otros momentos Nietzsche llama el Superhombre (o Suprahombre, Übermensch). Esta voluntad de actuar, de sobreponerse, de no doblegarse, es verdaderamente la que va a dar origen al ese nuevo Mesías que Zaratustra descubre en su visión de futuro. Mediante el poder que arranca de su voluntad, ese Hombre, cual nuevo Cristo que vence a la serpiente, se hace sobrehumano. En definitiva, la voluntad de poder hará surgir ese dios que habita en cada uno de nosotros.

Pero, ¿qué es en esencia esa enigmática visión abismal, tan poderosa que transfigura al que la ha experimentado de tal modo que a partir de entonces pertenecerá a la especie de los dioses? Es la visión del eterno retorno. En la más profunda y solitaria introspección Zaratustra de repente ve a la vez, ve lo mismo, ve el tiempo en toda su dimensión: ve el presente, el pasado y el futuro. Y en ese futuro ve al nuevo hombre, él mismo, transfigurado. Ve ese instante que retorna eternamente porque no se ha ido, porque no ha desaparecido. Existe, está, unido no sólo a los instantes que le preceden y que le siguen, sino, lo mejor, unido transversalmente a otros instantes pasados y futuros, a otros momentos de su vida.Tiziano, Alegoría del Tiempo gobernado por la Prudencia, 1565 h, óleo sobre lienzo, 75,6 x 68,6 cm., National Gallery, Londres La luz de la luna en el silencio de la noche, el perro aullando de terror a la luna y él mismo con su propio sentimiento de lástima por el perro que ladra, aparecen en los tres momentos, que viene a ser el mimo momento que retorna: en el presente, cuando cuchicheaba con el enano sobre eternidades y oye el aullido lastimoso de un perro; en el pasado, cuando de niño ve al perro con el pelo erizado aullando de miedo a la luna llena que se detiene sobre el tejado de la casa; y en el futuro, cuando en “el más desierto claro de luna” ve al perro gritando de terror, con el pelo erizado, ante el hombre que yace mordido en su garganta por una negra serpiente. Los tres momentos son a la vez el mismo momento y el relato de cada uno de ellos se complementa para componer un relato de la escena completa.

Para comprender algo de todo esto podríamos pensar que igual que en el espacio no vemos sólo lo que tenemos justo delante de nuestros ojos, sino que podemos, hasta cierto punto, ver algo de lo que está a la izquierda de nuestra mirada frontal y algo de lo que está a la derecha, algo de lo que está más arriba y algo de lo que está debajo, pues tenemos capacidad para girar nuestros ojos y nuestra cabeza en las tres dimensiones espaciales, en esa visión temporal de Zaratustra estaría ocurriendo algo parecido, pero con el tiempo. Zaratustra está viendo el tiempo, está contemplando ese momento con una perspectiva diferente, podríamos decir, en toda su dimensionalidad temporal. Está viendo con los ojos de los dioses. Por eso se transfigura. Es como si descubriera que los acontecimientos de cada instante tuvieran también una lógica transversal que anudara el presente con el pasado y con el futuro, no sólo una lógica lineal de un antes y un después. Nietzsche creerá que el hombre del futuro, ese que surge en la visión transfigurado, tendría la capacidad de ver el devenir de los acontecimientos de otra manera a la que estamos acostumbrados, como un todo a la vez, con la mirada del dios. Ahora el futuro dejará de ser un lugar para los miedos e incertidumbres, y ese nuevo hombre ya participará de la naturaleza de lo divino, de lo que siempre hemos atribuido a los dioses, de la eternidad.

El mensaje de Nietzsche es un mensaje de esperanza y de libertad, es un mensaje que da al traste con el pesimismo nihilista de sus contemporáneos. El Hombre de la nueva era, que “lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente: - y se puso de pie de un salto”, se impondrá a todos los demonios, a todos los miedos y prohibiciones, simbolizados en esa negra serpiente, a todo lo que le hacen débil y sometido, para transfigurarse, para reír, como un ser libre y eterno. A partir de ahora ya tenemos esperanza, ya podemos soportar vivir e incluso morir. Dios ha muerto, vendría a decir Nietzsche, pero aparecerá el hombre nuevo, inmanente, no sometido, libre y divino. Por eso el anhelo místico del visionario: “- y ahora me devora una sed, un anhelo que nunca se aplaca. Mi anhelo de esa risa me devora: ¡oh, como soporto el vivir aún! ¡Y cómo soportaría el morir ahora!”. Y por eso la narración entera concluye con un canto a la vida: el nuevo hombre, el suprahombre que ve Zaratustra y que habrá de llegar, asumirá valientemente el devenir de la existencia, pues, al saber que cada instante volverá, que cada instante es eternamente, también conocerá que la vida habrá de ser vivida conscientemente, como si cada uno de sus momentos fuera para siempre. El nuevo hombre habrá de ser capaz de poder decir la frase con la que Nietzsche cierra el primer apartado de este texto: “¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!”.

Esa búsqueda de acuerdo, de plena aceptación, de plena satisfacción y asentimiento con esta vida de aquí, y que se resume en en esta frase podría servirnos como conclusión también ahora. Aunque en lo que a mí concierne no he visto ni de lejos ese hombre que Zaratustra preconiza, reconozco que me atrae la poesía de su existencia y no me parece mala idea intentar vivir como si así fuera, como si cada uno de los instantes de nuestra vida durara para siempre, con lo que tal vez pudiéramos llegar a descubrir que ese nuevo hombre habitaba ya en cada uno de nosotros.



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