Oda a Salinas de Fray Luis de León

A Francisco de Salinas 
(por Fray Luis de León)

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primero esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce
que el vulgo ciego adora,
la belleza caduca engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es de todas la primera.

Ve cómo el gran maestro
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado
con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta,
y entrambos a porfía
mezclan una dulcísima armonía.

Aquí el alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él así se anega,
que ningún accidente
extraño o peregrino oye o siente.

¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!
¡Durase en tu reposo
sin ser restituido
jamás a aqueste baxo y vil sentido!

A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos, a quien amo
sobre todo tesoro,
que todo lo demás es triste lloro.

¡Oh! Suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos,
quedando a lo demás adormecidos.






Este poema de Fray Luis de León (1527-1591) está dedicado a Francisco de Salinas (1513-1590), compositor y organista que, como él, era profesor de la Universidad de Salamanca.

Francisco Salinas había vivido durante muchos años en Italia, donde habría entrado en contacto con el humanismo renacentista y donde, presumiblemente, habría accedido a los escritos de los teóricos musicales griegos antiguos que, tras la caída de Constantinopla, empezaban a ser traducidos al latín y a conocerse en Occidente. Aunque no se conservan las composiciones musicales de Salinas, hasta nosostros ha llegado un importante tratado de Teoría musical De musica libri septem, escrito en el año 1577 en el que intenta adaptar a la música de su tiempo los escritos de los teóricos musicales de la Antigüedad1.

La Oda a Salinas nos muestra a Fray Luis de León completamente familiarizado con una concepción de la música heredada del pitagorismo y del platonismo que, si bien no había sido olvidada en el Medievo, empieza en el Renacimiento a tener gran relevancia en la Estética y en la Metafísica, pasando a formar parte desde entonces del pensamiento filosófico de Occidente2.

En este poema subyace la noción del universo como cosmos musical. La Oda a Salinas es el homenaje a una interpretación del mundo de alto valor poético: El Demiurgo, el Dios-Músico hacedor del mundo, lo habría construído mediante las proporciones matemáticas y armónicas que se pueden descubrir en las consonancias musicales. El universo creado por el "Gran Maestro" es un cosmos formado a partir de las proporciones de la música, unas proporciones que lo ensamblan todo y que lo mantienen firmemente unido. Las proporciones de la Armonía hacen del mundo un universo bello, un universo musical.

Esa Alta Esfera de la que habla el poeta es la Música Metafísica, las proporciones armónicas en sí mismas. O, dicho en el lenguaje originario, es el Alma del Mundo, la que rodea y une las otras esferas que se articulan bajo ella y que forman el Cuerpo del Mundo. La Alta Esfera dota de vida al mundo, lo anima, hace de él un bella creación musical. El universo es una Gran Cítara y el devenir del mundo una Gran Obra Musical. El universo musical que está sustentado por las proporciones de la Armonía es un "Eterno Templo" y Dios es el Músico que interpreta la melodía del acontecer de todo cuanto existe.

El arte musical, la música sonora, es una realización particular de la Música del Mundo, adecuada para ser percibida por los oídos del hombre. Al estar construida de las mismas razones numéricas que rigen la Armonía del cosmos, el alma se eleva cuando escucha la música armoniosa y es capaz de abandonar el mundo de lo sensible para entregarse a la Música.

El poema es un canto a la capacidad de rememorar que tiene el arte musical. Describe a la música como un camino ascético, a la vez que nos habla del poder ético que el arte musical posee. La música tiene la capacidad de mejorar a quien la oye “en suerte y pensamientos” por lo que dejará de perseguir lo puramente material.

Detrás del Canto a Salinas oímos los ecos de muchas nociones ético-estéticas del pensamiento griego antiguo, más exactamente del platonismo. El alma del hombre, que ha olvidado las bellezas primeras, al son de tan bella música como la que ejecuta Salinas en el órgano recupera el recuerdo de la Música, es decir, del orden cósmico y divino en el que hubiera vivido antes de "caer" en el mundo de lo sensiblea. Esas bellezas de las que la música humana es una mímesis directa, nos cuenta Platón, son las que el alma contemplaría antes de verse obligada a vivir en el mundo de los sentidos y de la corporeidad dimensional. Entonces anhela el reencuentro y es dulce para ella  abandonarse, es dulce ese morir que la abre a lo que para él es la verdadera vida ("¡Oh desmayo dichoso! ¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!"). La música hace recobrar al alma la memoria de su origen divino y el deseo de acercarse a la paz espiritual que la unión con su verdadero ser le produce. La música hace salir al alma, la sumerge en la eterna quietud y en el éxtasis, en la Música.

El efecto ético de la música se produce porque está hecha de la misma sustancia que el alma del mundo: los número y las proporciones de la Armonía. La música de Salinas se mezcla, en armonía de números concordes, con aquella Música no perecedera “que es de todas la primera”, la que interpretaría el “Gran maestro", el Dios-Músico en la inmensa y eterna Gran Cítara del Mundo. Los números de las consonacias, las proporciones llevan de al alma por un mar espiritual en el que anega, se entrega, se abandona. Los sentidos ya no estorban, ya no hay accidentes que enturbien la perfecta y armoniosa unión mística. Es lo mismo alma, Música y Todo ...

La exaltación de la música de Salinas que hace Fray Luis la dota de un poder desmesurado y convierte al organista en un Orfeo redivivo, capaz de serenar el aire circundante y de producir la quietud, el éxtasis del alma. Salinas vendría a representar al músico ideal, al músico que no solo tiene la capacidad de deleitar, sino también al músico con poder suficiente como para dignificar la cualidad moral de quien le escucha, de elevr su alma como si de un gran sumo sacerdote se tratara. El músico es conductor de almas, posee el poder de educar, el poder paidéutico. El hecho de que Salinas fuera ciego ahonda aún más, si cabe, en la imagen del músico como alguien que no necesita ver el mundo de las apariencias, pues puede trascenderlo, ya que es capaz de crear algo que es de orden inmaterial, una composición musical,  reflejo directo de la Realidad Verdadera.

Mediante los acordes de su música, este músico-purificador de almas es capaz de acercarlas a su orígen divino. Gracias al arte de la música, el alma del hombre se sumerge en un universo espiritual que le permite separar su mirada de las cosas aparentes del mundo de los sentidos. Y en un gradual ascenso se eleva a la memoria de su origen, en una comunión mística con el Todo. Y el deseo del Bien se impone en el alma de quien escucha por simpatía, por resonancia. 

Entendemos que fray Luis desee oír de continuo la música que el ciego Salinas interpreta en el órgano de Salamanca. Y también que el poeta, haciendo ahora un canto a la amistad, exhorte a sus amigos a escuchar la música de Salinas. A sus sones, les dice, quedarán sus sentidos suavemente adormecidos, y ya no serán atraídos por “la belleza caduca engañadora” del mundo visible que es la que persigue el vulgo ignorante, los que están verdaderamente ciegos. Quien a partir de algo sensible, como es la música sonora, participe de la Música va a abandonarse al éxtasis, va a alcanzar el bien máximo, esa "gloria del apolíneo sacro coro", el coro de las Musas que danzan en torno a Apolo, el dios músico, cantando las Bellezas Eternas en un territorio más allá del tiempo, allá donde el pasado, el presente y el futuro se desenvuelven como un "todo a la vez". La quietud que imita el movimiento eterno se apoderará del espíritu de quien se entregue a esa música...

Y Fray Luis, como buen heredero de las ideas pitagórica y neoplatónicas, se remite expresamente a los números para explicar el poder magnífico de la música que suena. La comunion mística de alma con el Todo que se serve de la vía musical se produce precisamente porque los números y  proporciones del alma son los mismos que los de la música, los mismos que los de la Música. Poesía, número y metafísica se identifican. El número, la razón oculta de todo cuanto es.

Aunque no podamos conocer la música que sonaría en el órgano de Salinas, podemos acercarnos con bastante fidelidad a su espíritu si escuchamos las composiciones de otro músico contemporáneo y paisano suyo, otro músico también ciego que suele ser considerado como el gran compositor del Renacimiento español, Antonio de Cabezón.

Para ilustrar todo lo que aquí se dice he confeccionado un vídeo con música de Cabezón e imágenes de la época y del entorno en el que Fray Luis de León y Francisco de Salinas se conocieron, Salamanca, su Catedral Vieja y sus Escuelas, el órgano en el que se cree que interpretaba el músico Salinas, así como algunas ilustraciones de su libro De musica libri septem:






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1. Salinas, Francisco de, De musica libri septem, Mathias Gastius, Salamanca, 1577, 1592. M.S. Kastner (edición anastática), Documenta Musicologica I no. 13, Bärenreiter, Kassel, 1958. Traducción de Ismael Fernández de la Cuesta, Siete libros sobre la música, Alpuerto, Salamanca, 1983.

2. Para un estudio del poema de Fray Luis de León, es interesante el artículo "El gran citarista del cielo", en la Biblioteca Virtual Cervantes.



(Nueva versión: B. Gil, Oda a Salinas, Monocordio, septiembre 2013)

 

COMENTARIOS DE LOS LECTORES 

Messiaen Les Yeux dans les Roues: recursos técnicos y sensaciones

Iba a escribir un comentario en la entrada sobre el espíritu de la música contemporánea a propósito de lo que algunos me dijisteis de las sensaciones que os producía la pieza de Messiaen, Les yeux dans les Roues, pero luego he pensado que era mejor hacer una entrada nueva dedicada a hablar un poco sobre los recursos que el compositor utilizó para producir esas sensaciones que comentáis. Dejo para otro día una pequeña reflexión sobre la relación entre la forma y el sentido en el arte, especialmente en el contemporáneo, un asunto que surge también a partir de vuestros comentarios.

Ahora creo que podemos detenernos un poco en descubrir con un ejemplo por qué nuestro ánimo se siente afectado por una obra de arte contemporáneo que no terminamos de comprender. Puesto que el efecto emotivo de la música es bastante inmediato, creo que nos viene bien aprovechar la audición de la obra de Messiaen Les yeux dans les Roues. Al margen de que nos guste o no, al margen de que nos parezca o no bella, todos hemos percibido en esta música ideas y sensaciones parecidas. Sentimos al escucharla el miedo y la desesperanza, a la vez que nos sorprende y nos impresiona, y, en general, tendemos a apreciarla. Creo que estaréis de acuerdo en que conocer cómo se produce el efecto emotivo de la obra puede resultar algo, por lo menos, curioso. Sería como descubrir los arcanos mágicos que modulan nuestras sensaciones: entender cómo el artista ha conseguido transmitirnos esa sensación de agobio y confusión, averiguar qué recursos técnicos ha utilizado para conseguirlo y por qué la mayor parte de nosotros percibimos de un modo similar la información que contiene (una información, la musical, que no es como la del lenguaje común, en la que el significado viene a ser, en general, unívoco).

Estoy de acuerdo con los que pensáis que la música sola es más profunda que si la acompañamos de imágenes que nos distraen. Al margen de que el montaje del vídeo que puse entonces me parezca muy bueno, creo que si escuchamos la música sin ningún acompañamiento visual, el efecto sobre nuestro ánimo es aún mayor, es más abstracto su sentido, más desoladoras las sensaciones que produce.

También coincido completamente con los comentarios que algunos pusisteis en la entrada anterior en los que describíais las sensaciones que esa música nos genera: desconcierto, sorpresa, dolor, desesperanza, miedo a decidirse por un objetivo vital, amargura, desasosiego... Oímos esta música como sobrecogidos, como conteniendo la respiración. Irrumpe súbitamente su sonoridad de maquinaria sofisticada, nos mete en laberintos sonoros de repetición, de rueda eterna sin principio ni fin, de aporía; una maquinaria formada por estructuras picudas que giraran, como dentelladas, en distintas espirales paralelas que recorren las regiones del grave y el agudo, mostrando el abismo de la existencia, la soledad, el vacío de lo humano, el carrusel infinito de locura de un mundo fantasmal. Por eso seguramente algunos habéis comentado que no os gusta. No os gusta la sensación, pero ¿qué os parece la capacidad de esta música para crearla en nosotros con tanta viveza?

Se me ocurre a mí que Les yeux dans les Roues describe muy bien el mundo en el que la obra ha sido compuesta, un mundo masificado, donde el individuo se siente perdido entre muchedumbres de ojos desconocidos, que se mueven sin dirección, en movimientos continuos de ir y venir que se repiten incansablemente, pero que parecen estar desprovistos de una finalidad, de un horizonte, un mundo que se siente sin espíritu. Escuchamos en sus sonidos chirriantes, en su incesante movimiento de noria loca, el bullicio propio de una sociedad donde la falta de forma definida, la ausencia de melodía, recrea la pérdida de sensibilidad. Pero hay algo más, intuimos también una presencia, una cierta forma de orden que no entendemos, pero que nos llama desde lo profundo, como si se tratara de un atisbo de melodía entrecortada que pugnara por imponerse, por hacerse oír.

Intentemos, pues, averiguar qué recursos técnicos han permitido al compositor transmitirnos estas sensaciones. A mí me han ayudado los comentarios de un músico cercano. Intentaré explicarlo para que pueda ser comprendido por los que saben poco de cuestiones técnicas de música. A ver si lo consigo.

Empecemos, si os parece, escuchando de nuevo la poderosa interpretación del organista Willen Tanke que, a mi juicio, expresa muy bien el espíritu de la partitura.


Interpretación de Willem Tanke de Les yeux dans les Roue de Oliver Messiaen.


Como en el vídeo vemos varias cámaras simultáneamente, podemos ir siguiendo en unas ocasiones las notas que el organista ejecuta con las manos, y en otras las que toca con los pies.

Enseguida observamos dos planos sonoros. Uno está formado por notas rápidas (semicorcheas) y corresponde a las dos voces superiores, las que toca con las manos (en general, toca una voz con la mano derecha y otra con la izquierda). Otro plano sonoro es el de la voz grave, de duraciones mayoritariamente largas que se tocan con el teclado de los pies (pedalier). Así pues, en la obra tenemos tres voces, dos superiores y una grave.

Podemos decir que la composición de esta obra es algo artificial y suena como tal, como un artilugio, como si se hubiesen juntado sonidos al azar. El carácter extraño a los oídos no acostumbrados reside, en primer lugar, en que no utiliza la escala habitual de la música occidental, la escala diatónica de ocho notas con cinco intervalos de tono y dos de semitono (p. ej., Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do), sino que deliberadamente evita cualquier posible parecido con ella o con cualquier otra escala que nos pudiera recordar el lenguaje musical tradicional. Messiaen utiliza la escala cromática, es decir, las doce notas de la octava de semitono en semitono, como si en un piano se tocaran todas las notas, las blancas y las negras (Do, Do#, Re, Re#, Mi, Fa, Fa#, Sol, Sol#, La, La#, Si). Se trata de una pieza que pertenece a lo que se suele llamar dodecafonía.

En cada una de las tres voces en las que está organizada la obra, se sigue el mismo esquema de composición: series diferentes de las doce notas de la octava cromática. Las primeras series son así:

Manual:

1º voz: Do, Mib, Reb, Mi, Re, Fa, Si, Lab, Sib, Sol, La, Fa#.

2ª voz: Re, Lab, Si, Reb, Fa#, Mib, Mi, Sol, Do, La, Fa, Sib.

Pedalier: Re, Mi, Lab, Fa, Do, Si, Fa#, Mib, La, Sib, Sol, Reb.


Pero lo más importante es que en cada una de las series no se repite ninguna de las notas, ni ninguna de ellas tiene más importancia que las demás, ni por su intensidad, ni por su duración. Es decir, ninguna nota ejerce ninguna expectativa, ni ninguna tendencia hacia ningún sitio. Este carácter serial produce un sentimiento de pérdida y le da esa sensación de rueda y de carencia de finalidad.

En la música que estamos acostumbrados a escuchar la melodía no salta de una nota a otra arbitrariamente, sino que se tiende a organizar en torno a una o varias notas polares, y a partir de estas notas se crean expectativas y tensiones que luego se resuelven y reposan. Esto ocurre, hablando muy por encima, porque en el contexto de un determinado pasaje, unos sonidos tienen más importancia que otros (percibimos la importancia de un sonido por su mayor o menor duración, por las veces que se repite, por su posición y función en la escala, etc.). Todo ello hace que una melodía nos resulte con sentido, la entendamos y seamos capaces de memorizarla con relativa facilidad. Pero en esta pieza de Messiaen no ocurre así. Y esta renuncia deliberada a una de las principales formas de crear el sentido musical le confiere ya una clara cualidad expresiva: produce una sensación de agobio, de falta de sentido, de falta de rumbo.

El ritmo, que es lo que con mayor fuerza e inmediatez nos crea una sensación emotiva en cualquier música, contribuye a reforzar el desconcierto. Aunque en esta obra más que de ritmo en realidad deberíamos hablar de ausencia de ritmo, pues no hay ninguna forma rítmica reconocible en ninguna de las voces. Es decir, no encontramos una secuencia definida y repetida de duraciones largas y breves, o de notas tónicas y notas átonas, no hallamos una forma rítmica, como sucede en la música a la que estamos habituados.

Ahora bien, todo no suena igual. Los dos planos sonoros que se distinguen en la obra se contraponen y crean un juego divergente, como si se tratara de dos aspectos de lo desconocido, dos caras de lo que no somos capaces de comprender. Por eso si nos fijamos un poco notamos que cada uno de ellos nos produce sensaciones diferentes.

Si ponemos nuestra atención en las voces superiores sentimos que las notas, como sierras afiladas que recortaran el alma, van dibujando pájaros extravagantes del inconsciente, van apareciendo en nuestra mente demonios, muerte, enfermedad, guerras, devastación. Oímos ecos de nuestra angustia, de nuestro dolor infinito, del miedo. Es como si la música hubiera desaparecido. Por eso sentimos como que el sustrato de nuestro ser se tambaleara sin sentido, como si el ruido, la algarabía, el griterío, en el que se ha convertido la falta de música trastocara el fundamento de la existencia. Y esto se produce principalmente porque en las voces agudas todas las duraciones de las notas vienen a ser iguales: un flujo constante de semicorcheas, de notas rápidas, sin que ninguna de ellas tenga más o menos duración o más o menos intensidad que las demás. Todo ello nos produce una sensación de falta de dirección, de un movimiento sin principio ni final, como si se tratara de un perpetuum mobile.

Podemos apreciar en el vídeo que las notas que el organista da con las manos se ejecutan con mucha rapidez y, sin embargo, el sonido del órgano en un espacio grande, como es una iglesia, hace que cada una de ellas quede resonando, de modo que las notas se funden unas con otras, se amontonan, lo que nos proporciona esa sensación de multitud. El hecho de que todas las notas duren lo mismo hace que no reconozcamos al oírlas ninguna jerarquía, ninguna fuerza de atracción, ninguna forma. Contribuye especialmente a crear esa sensación de agobio el hecho de que sean dadas con un toque staccato, opuesto a lo que normalmente estamos acostumbrados a oír en la música de órgano donde el legato, las notas ligadas, es lo más habitual.

Pero en medio de este caos las notas del bajo, majestuosas, van soportando en horizontal el desvarío chirriante de la rueda, como si atisbáramos que quisieran dar sentido al griterío deslavazado de aquellas notas picudas, al baile incongruente de máscaras locas que giraran sin parar. Suenan atronadoras y parecen esconder de algún modo un mensaje de alerta, una llamada a lo profundo, a lo esencial. Creemos reconocer algo, nos esforzamos por encontrar la música. Escuchemos de nuevo y veamos que el juego rítmico de las notas es ahora muy diferente: los sonidos mantenidos y desiguales del pedalier se oponen a los rápidos e iguales que oíamos en las voces de los manuales.

Aunque ahora también se trata de series dodecafónicas, los sonidos son predominantemente largos, lentos, y cada uno de ellos tiene un valor rítmico distinto. Ahora percibimos las diferencias entre unas notas y otras. Pero además, ocurre también que las series tocadas en esta voz grave guardan entre sí una relación: son todas ellas transformaciones diversas de la primera serie (por ejemplo, la última repetición de la serie del bajo, la sexta, es la primera tocada al revés, lo que se llama en movimiento retrógrado).

Por eso podríamos hablar de una pseudomelodía en el grave: oímos unas diferencias que nos invitan a buscar un significado, inconscientemente queremos descubrir un orden, una forma. Enseguida creemos percibir un sentido, pero en realidad no es una melodía propiamente dicha, pues no hay tendencias ni resoluciones. Descorazonados, comprendemos que desconocemos a dónde va la sucesión de esas notas largas que se mantienen sonando. Pero mediante sus grandes saltos y la articulación de dos notas de diferente duración (la anteposición de una duración breve a una nota larga) nos llega el recuerdo de fragmentos interrumpidos de una melodía desgarrada de violonchelo. Y eso nos crea un gran efecto patético. Precisamente en un contexto carente de significado, esta forma, lograda por las distintas duraciones de las notas, nos transmite un atisbo de sentido, e inconscientemente lo comparamos con nuestras expectativas, con lo que esperaríamos oír de acuerdo con el lenguaje musical al que estamos acostumbrados. En un paisaje vacío de información estos conatos de sentido adquieren un valor expresivo muy fuerte.

Pero seguramente lo que más nos sorprende de esta música es que suene en el órgano de iglesia. Podríamos pensar que Messiaen juega con la paradoja. El timbre majestuoso del órgano contraviene el carácter de mecano loco que oímos sin parar. Y quizá aquí resida una parte muy importante de la fuerza expresiva que posee esta pequeña pieza, su poder para desconcertarnos, para asustarnos y hacernos sentir muy pequeños. Nos choca oír en un órgano de iglesia una música de estas características, tan moderna, pues estamos acostumbrados a asociar el timbre del órgano con la música sacra. Pero si nos paramos a pensar un poco nos daremos cuenta de que se trata de una paradoja solo aparente, pues lo que oímos es también de algún modo música religiosa. Pero vayamos poco a poco.

El sonido del órgano de iglesia, con todas las resonancias que van quedando y que se mezclan y superponen produce un impacto inmediato en nuestros oídos y constituye un recurso espectacular para el objetivo de la obra: conmovernos. Tal y como indica la registración en la partitura, y como podemos hacernos una idea en el vídeo, por cada nota que da el organista suenan aproximadamente unos veinte o más tubos de órgano. Eso nos transmite una idea de algarabía. Además, la fuerza del grave se acentúa por la utilización del registro de 32 pies, cuyos tubos suenan dos octavas por debajo de la nota pulsada, de modo que las frecuencias graves rozan los límites de lo audible.

Y también, la iglesia, el edificio, forma parte del instrumento, pues actúa como caja de resonancia, modificando y completando la sonoridad de los tubos. Cuando escuchamos la música del órgano en directo en una iglesia sentimos como que nos halláramos dentro del propio instrumento y, ya sea por la costumbre, ya porque esa sensación de estar resonando es muy poderosa, nos vemos conmovidos en algo que podríamos llamar espiritual. Parecería como que al escuchar el sonido del órgano todas las partículas de nuestro cuerpo se pusieran a vibrar en resonancia con los armónicos que el órgano despierta. Pero también ocurre cuando escuchamos este sonido en una grabación, pues las resonancias que oímos traen a nuestra mente la sensación de un espacio grande, reverberante y nuestro cerebro las interpreta perfectamente, por lo que creemos hallarnos sumergidos en un enorme espacio sonoro lleno de información que no reconocemos.

Que sea una música religiosa nos sorprende a todos. Pero ya podríamos haberlo intuido por la propia trayectoria de Messiaen y por el título mismo de la obra: “Los ojos de las ruedas”. Se refiere a la visión del profeta Ezequiel, como vemos por los versículos de la Biblia que encabezan la partitura (traduzco del francés, según aparece allí):
“Y las llantas de las cuatro ruedas estaban llenas de ojos todo alrededor […]. Pues el Espíritu del ser vivo estaba en las ruedas” (Libro del profeta Ezequiel, 18, 20).
Para entender un poco estas palabras quizá sea interesante leer el contexto al que pertenecen. Lo podéis encontrar en este enlace (Ezequiel, I. Biblia, Antiguo Testamento). En esa traducción se usa "destellos” en lugar de ojos:
“18. Su circunferencia tenía gran altura, era imponente, y la circunferencia de las cuatro [ruedas] estaba llena de destellos todo alrededor”.

“20. Donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y las ruedas se elevaban juntamente con ellos, porque el espíritu del ser estaba en las ruedas”.
Si nos fijamos en las frases que destaco en el texto que aparece en el enlace, entenderemos algo mejor la música que estamos escuchando. Allí se habla del sonido que aparece en la visión del profeta. Estamos ante lo que se suele llamar “música programática”. Messiaen nos está poniendo en antecedentes de lo que ha sido su fuente de inspiración: el pasaje bíblico en el que Ezequiel, el profeta del pueblo cautivo en Babilonia, transmite un mensaje de esperanza a su pueblo. Ezequiel intentaría con su visión mostrar que a pesar de la aparente ausencia de Dios, a pesar del cautiverio y de la adoración de los ídolos, Yahvé no ha abandonado a su pueblo, sino que aparece en todo su esplendor para reconfortarlos en los momentos de penuria.

Lo cierto es que esta música nos impresiona y nos con-mueve, más allá de que seamos creyentes o no, más allá de que participemos o no de la espiritualidad del compositor. Se me ocurre que Messiaen utilizó en esta composición una metáfora para hablar del mundo actual, un mundo también cautivo y loco, en el que considera que se adoran ídolos de piedra, falsos ideales, un mundo en el que cualquier cosa que suene a espíritu parecería haber desaparecido. Pero nos quiere transmitir una idea esperanzadora, algo así como que, aunque no lo reconozcamos, el espíritu no nos ha abandonado. Y lo hace mediante ese grave que aparece resonando en su completa profundidad, con una melodía que no entendemos, pero que nos sobrecoge, que nos soporta, como esos ojos vivificadores de las circunferencias de la visión del profeta. Las notas graves nos crean expectación y alerta, pero también nos dan una cierta sensación de magnificencia y solidez, de cierto entendimiento.

Creo que aunque en esta música no reconocemos una forma concreta, una melodía que quedara en nuestra memoria, oímos algo, algo que no entendemos, pero que parece contener un sentido, un orden, como si se tratara de un mensaje críptico del que desconociéramos la clave. Nos quedamos expectantes, pero atisbamos algo que está detrás, subyaciendo. Pensamos que tal vez hay que mirar con ojos nuevos la rueda, el mecano, el artificio giratorio, no dejarnos llevar solamente por la algarabía espinosa del agudo, por el grito y el miedo. Hay que descubrir los ojos que se abren en ella, los destellos de vida que la circundan. Hay que oír, hay que ver. Oigamos esta música, así pues, en contra de lo que al principio suponíamos, como una metáfora de vida y esperanza.
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Para esos guardianes del fuego que proclaman que no sienten la música, pero a los que algunas veces, aunque lo oculten, visita la gran señora. Y su ritmo funde el hielo. Para que sigan escuchando los sonidos de la vida y enseñándonos su melodía.

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El espíritu de la música contemporánea: Olivier Messiaen

Cada época tiene sus propias manifestaciones artísticas y sus propios códigos. Y ocurre algunas veces que los artistas crean nuevos códigos, algo muy frecuente en nuestra época, particularmente en lo que solemos llamar arte contemporáneo.

Ahora bien, aquellos que contemplan una obra creada con códigos que desconocen no siempre se suelen sentir atraídos por ella, por lo que, si son sinceros y no quieren ser de aquellos que alababan las bellezas del traje nuevo del emperador, dicen que no les gusta, que no les dice nada.

Pero también ocurre que una obra artística nos puede conmover completamente sin terminar de entender los nuevos códigos bajo los que está compuesta. Yo creo que esto sucede casi siempre cuando el código está próximo a lo natural, a algo que compartimos por naturaleza los humanos, seamos o no conscientes de ello. Probablemente habrá mucho de sinceridad y poco de artificio en esa obra que cualquiera, sin conocer nada previo, percibe como magnífica, aunque luego el estudioso pueda traer a la luz múltiples facetas que el menos docto no había comprendido, al menos que no había asimilado racionalmente.

Lo que no podemos olvidar es que algo no es bueno por el hecho de ser nuevo. Hay muchas cosas francamente malas que han sido expuestas bajo el epígrafe de arte contemporáneo. Con frecuencia nos sentimos desconcertados cuando expertos en alguna materia nos dicen que tal o cual cuadro, que tal o cual composición musical, son magníficas. Y asentimos, no vayamos a quedar como patanes. Con lo cual, lo que a principios del siglo pasado fuera un revulsivo estético frente a los modos burgueses al uso, ahora, una vez deglutido por el sistema, se copia a sí mismo reiteradamente. Así vamos vistiendo de nubes al emperador...

Para enfrentarnos con una obra nueva tal vez baste con escuchar los latidos de nuestro corazón, la impresión estética subjetiva que cualquiera que ha gustado de estas cosas va ejercitando con el paso del tiempo sin apenas darse cuenta. Con una mente amplia, desde luego.

Pongo ahora un ejemplo de que la buena música contemporánea puede penetrar inmediatamente en lo más profundo del ser humano, comparta o no los presupuestos espirutuales del autor. Aunque ahora ha pasado tanto tiempo desde que fue compuesta que su código ya nos pertenece, sigue sonando rara, distinta, y desde luego podemos presumir que no sería nada fácil de digerir por el gusto estético de su momento. Se trata de una pequeña pieza compuesta por  Olivier Messiaen: Les yeux dans les Roues (del Libro de Órgano):


Interpretación de Willem Tanke de Les yeux dans les Roue de Oliver Messiaen.




Si queréis conocer algo más de esta música, os recomiendo que leáis este post (está en ingles)

Otras entradas de blog que he encontrado interesantes y que hablan de Messiaen son:

- Centenario de Messiaen.

- Cuarteto para el Fin de los Tiempos


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