Messiaen Les Yeux dans les Roues: recursos técnicos y sensaciones

Iba a escribir un comentario en la entrada sobre el espíritu de la música contemporánea a propósito de lo que algunos me dijisteis de las sensaciones que os producía la pieza de Messiaen, Les yeux dans les Roues, pero luego he pensado que era mejor hacer una entrada nueva dedicada a hablar un poco sobre los recursos que el compositor utilizó para producir esas sensaciones que comentáis. Dejo para otro día una pequeña reflexión sobre la relación entre la forma y el sentido en el arte, especialmente en el contemporáneo, un asunto que surge también a partir de vuestros comentarios.

Ahora creo que podemos detenernos un poco en descubrir con un ejemplo por qué nuestro ánimo se siente afectado por una obra de arte contemporáneo que no terminamos de comprender. Puesto que el efecto emotivo de la música es bastante inmediato, creo que nos viene bien aprovechar la audición de la obra de Messiaen Les yeux dans les Roues. Al margen de que nos guste o no, al margen de que nos parezca o no bella, todos hemos percibido en esta música ideas y sensaciones parecidas. Sentimos al escucharla el miedo y la desesperanza, a la vez que nos sorprende y nos impresiona, y, en general, tendemos a apreciarla. Creo que estaréis de acuerdo en que conocer cómo se produce el efecto emotivo de la obra puede resultar algo, por lo menos, curioso. Sería como descubrir los arcanos mágicos que modulan nuestras sensaciones: entender cómo el artista ha conseguido transmitirnos esa sensación de agobio y confusión, averiguar qué recursos técnicos ha utilizado para conseguirlo y por qué la mayor parte de nosotros percibimos de un modo similar la información que contiene (una información, la musical, que no es como la del lenguaje común, en la que el significado viene a ser, en general, unívoco).

Estoy de acuerdo con los que pensáis que la música sola es más profunda que si la acompañamos de imágenes que nos distraen. Al margen de que el montaje del vídeo que puse entonces me parezca muy bueno, creo que si escuchamos la música sin ningún acompañamiento visual, el efecto sobre nuestro ánimo es aún mayor, es más abstracto su sentido, más desoladoras las sensaciones que produce.

También coincido completamente con los comentarios que algunos pusisteis en la entrada anterior en los que describíais las sensaciones que esa música nos genera: desconcierto, sorpresa, dolor, desesperanza, miedo a decidirse por un objetivo vital, amargura, desasosiego... Oímos esta música como sobrecogidos, como conteniendo la respiración. Irrumpe súbitamente su sonoridad de maquinaria sofisticada, nos mete en laberintos sonoros de repetición, de rueda eterna sin principio ni fin, de aporía; una maquinaria formada por estructuras picudas que giraran, como dentelladas, en distintas espirales paralelas que recorren las regiones del grave y el agudo, mostrando el abismo de la existencia, la soledad, el vacío de lo humano, el carrusel infinito de locura de un mundo fantasmal. Por eso seguramente algunos habéis comentado que no os gusta. No os gusta la sensación, pero ¿qué os parece la capacidad de esta música para crearla en nosotros con tanta viveza?

Se me ocurre a mí que Les yeux dans les Roues describe muy bien el mundo en el que la obra ha sido compuesta, un mundo masificado, donde el individuo se siente perdido entre muchedumbres de ojos desconocidos, que se mueven sin dirección, en movimientos continuos de ir y venir que se repiten incansablemente, pero que parecen estar desprovistos de una finalidad, de un horizonte, un mundo que se siente sin espíritu. Escuchamos en sus sonidos chirriantes, en su incesante movimiento de noria loca, el bullicio propio de una sociedad donde la falta de forma definida, la ausencia de melodía, recrea la pérdida de sensibilidad. Pero hay algo más, intuimos también una presencia, una cierta forma de orden que no entendemos, pero que nos llama desde lo profundo, como si se tratara de un atisbo de melodía entrecortada que pugnara por imponerse, por hacerse oír.

Intentemos, pues, averiguar qué recursos técnicos han permitido al compositor transmitirnos estas sensaciones. A mí me han ayudado los comentarios de un músico cercano. Intentaré explicarlo para que pueda ser comprendido por los que saben poco de cuestiones técnicas de música. A ver si lo consigo.

Empecemos, si os parece, escuchando de nuevo la poderosa interpretación del organista Willen Tanke que, a mi juicio, expresa muy bien el espíritu de la partitura.


Interpretación de Willem Tanke de Les yeux dans les Roue de Oliver Messiaen.


Como en el vídeo vemos varias cámaras simultáneamente, podemos ir siguiendo en unas ocasiones las notas que el organista ejecuta con las manos, y en otras las que toca con los pies.

Enseguida observamos dos planos sonoros. Uno está formado por notas rápidas (semicorcheas) y corresponde a las dos voces superiores, las que toca con las manos (en general, toca una voz con la mano derecha y otra con la izquierda). Otro plano sonoro es el de la voz grave, de duraciones mayoritariamente largas que se tocan con el teclado de los pies (pedalier). Así pues, en la obra tenemos tres voces, dos superiores y una grave.

Podemos decir que la composición de esta obra es algo artificial y suena como tal, como un artilugio, como si se hubiesen juntado sonidos al azar. El carácter extraño a los oídos no acostumbrados reside, en primer lugar, en que no utiliza la escala habitual de la música occidental, la escala diatónica de ocho notas con cinco intervalos de tono y dos de semitono (p. ej., Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do), sino que deliberadamente evita cualquier posible parecido con ella o con cualquier otra escala que nos pudiera recordar el lenguaje musical tradicional. Messiaen utiliza la escala cromática, es decir, las doce notas de la octava de semitono en semitono, como si en un piano se tocaran todas las notas, las blancas y las negras (Do, Do#, Re, Re#, Mi, Fa, Fa#, Sol, Sol#, La, La#, Si). Se trata de una pieza que pertenece a lo que se suele llamar dodecafonía.

En cada una de las tres voces en las que está organizada la obra, se sigue el mismo esquema de composición: series diferentes de las doce notas de la octava cromática. Las primeras series son así:

Manual:

1º voz: Do, Mib, Reb, Mi, Re, Fa, Si, Lab, Sib, Sol, La, Fa#.

2ª voz: Re, Lab, Si, Reb, Fa#, Mib, Mi, Sol, Do, La, Fa, Sib.

Pedalier: Re, Mi, Lab, Fa, Do, Si, Fa#, Mib, La, Sib, Sol, Reb.


Pero lo más importante es que en cada una de las series no se repite ninguna de las notas, ni ninguna de ellas tiene más importancia que las demás, ni por su intensidad, ni por su duración. Es decir, ninguna nota ejerce ninguna expectativa, ni ninguna tendencia hacia ningún sitio. Este carácter serial produce un sentimiento de pérdida y le da esa sensación de rueda y de carencia de finalidad.

En la música que estamos acostumbrados a escuchar la melodía no salta de una nota a otra arbitrariamente, sino que se tiende a organizar en torno a una o varias notas polares, y a partir de estas notas se crean expectativas y tensiones que luego se resuelven y reposan. Esto ocurre, hablando muy por encima, porque en el contexto de un determinado pasaje, unos sonidos tienen más importancia que otros (percibimos la importancia de un sonido por su mayor o menor duración, por las veces que se repite, por su posición y función en la escala, etc.). Todo ello hace que una melodía nos resulte con sentido, la entendamos y seamos capaces de memorizarla con relativa facilidad. Pero en esta pieza de Messiaen no ocurre así. Y esta renuncia deliberada a una de las principales formas de crear el sentido musical le confiere ya una clara cualidad expresiva: produce una sensación de agobio, de falta de sentido, de falta de rumbo.

El ritmo, que es lo que con mayor fuerza e inmediatez nos crea una sensación emotiva en cualquier música, contribuye a reforzar el desconcierto. Aunque en esta obra más que de ritmo en realidad deberíamos hablar de ausencia de ritmo, pues no hay ninguna forma rítmica reconocible en ninguna de las voces. Es decir, no encontramos una secuencia definida y repetida de duraciones largas y breves, o de notas tónicas y notas átonas, no hallamos una forma rítmica, como sucede en la música a la que estamos habituados.

Ahora bien, todo no suena igual. Los dos planos sonoros que se distinguen en la obra se contraponen y crean un juego divergente, como si se tratara de dos aspectos de lo desconocido, dos caras de lo que no somos capaces de comprender. Por eso si nos fijamos un poco notamos que cada uno de ellos nos produce sensaciones diferentes.

Si ponemos nuestra atención en las voces superiores sentimos que las notas, como sierras afiladas que recortaran el alma, van dibujando pájaros extravagantes del inconsciente, van apareciendo en nuestra mente demonios, muerte, enfermedad, guerras, devastación. Oímos ecos de nuestra angustia, de nuestro dolor infinito, del miedo. Es como si la música hubiera desaparecido. Por eso sentimos como que el sustrato de nuestro ser se tambaleara sin sentido, como si el ruido, la algarabía, el griterío, en el que se ha convertido la falta de música trastocara el fundamento de la existencia. Y esto se produce principalmente porque en las voces agudas todas las duraciones de las notas vienen a ser iguales: un flujo constante de semicorcheas, de notas rápidas, sin que ninguna de ellas tenga más o menos duración o más o menos intensidad que las demás. Todo ello nos produce una sensación de falta de dirección, de un movimiento sin principio ni final, como si se tratara de un perpetuum mobile.

Podemos apreciar en el vídeo que las notas que el organista da con las manos se ejecutan con mucha rapidez y, sin embargo, el sonido del órgano en un espacio grande, como es una iglesia, hace que cada una de ellas quede resonando, de modo que las notas se funden unas con otras, se amontonan, lo que nos proporciona esa sensación de multitud. El hecho de que todas las notas duren lo mismo hace que no reconozcamos al oírlas ninguna jerarquía, ninguna fuerza de atracción, ninguna forma. Contribuye especialmente a crear esa sensación de agobio el hecho de que sean dadas con un toque staccato, opuesto a lo que normalmente estamos acostumbrados a oír en la música de órgano donde el legato, las notas ligadas, es lo más habitual.

Pero en medio de este caos las notas del bajo, majestuosas, van soportando en horizontal el desvarío chirriante de la rueda, como si atisbáramos que quisieran dar sentido al griterío deslavazado de aquellas notas picudas, al baile incongruente de máscaras locas que giraran sin parar. Suenan atronadoras y parecen esconder de algún modo un mensaje de alerta, una llamada a lo profundo, a lo esencial. Creemos reconocer algo, nos esforzamos por encontrar la música. Escuchemos de nuevo y veamos que el juego rítmico de las notas es ahora muy diferente: los sonidos mantenidos y desiguales del pedalier se oponen a los rápidos e iguales que oíamos en las voces de los manuales.

Aunque ahora también se trata de series dodecafónicas, los sonidos son predominantemente largos, lentos, y cada uno de ellos tiene un valor rítmico distinto. Ahora percibimos las diferencias entre unas notas y otras. Pero además, ocurre también que las series tocadas en esta voz grave guardan entre sí una relación: son todas ellas transformaciones diversas de la primera serie (por ejemplo, la última repetición de la serie del bajo, la sexta, es la primera tocada al revés, lo que se llama en movimiento retrógrado).

Por eso podríamos hablar de una pseudomelodía en el grave: oímos unas diferencias que nos invitan a buscar un significado, inconscientemente queremos descubrir un orden, una forma. Enseguida creemos percibir un sentido, pero en realidad no es una melodía propiamente dicha, pues no hay tendencias ni resoluciones. Descorazonados, comprendemos que desconocemos a dónde va la sucesión de esas notas largas que se mantienen sonando. Pero mediante sus grandes saltos y la articulación de dos notas de diferente duración (la anteposición de una duración breve a una nota larga) nos llega el recuerdo de fragmentos interrumpidos de una melodía desgarrada de violonchelo. Y eso nos crea un gran efecto patético. Precisamente en un contexto carente de significado, esta forma, lograda por las distintas duraciones de las notas, nos transmite un atisbo de sentido, e inconscientemente lo comparamos con nuestras expectativas, con lo que esperaríamos oír de acuerdo con el lenguaje musical al que estamos acostumbrados. En un paisaje vacío de información estos conatos de sentido adquieren un valor expresivo muy fuerte.

Pero seguramente lo que más nos sorprende de esta música es que suene en el órgano de iglesia. Podríamos pensar que Messiaen juega con la paradoja. El timbre majestuoso del órgano contraviene el carácter de mecano loco que oímos sin parar. Y quizá aquí resida una parte muy importante de la fuerza expresiva que posee esta pequeña pieza, su poder para desconcertarnos, para asustarnos y hacernos sentir muy pequeños. Nos choca oír en un órgano de iglesia una música de estas características, tan moderna, pues estamos acostumbrados a asociar el timbre del órgano con la música sacra. Pero si nos paramos a pensar un poco nos daremos cuenta de que se trata de una paradoja solo aparente, pues lo que oímos es también de algún modo música religiosa. Pero vayamos poco a poco.

El sonido del órgano de iglesia, con todas las resonancias que van quedando y que se mezclan y superponen produce un impacto inmediato en nuestros oídos y constituye un recurso espectacular para el objetivo de la obra: conmovernos. Tal y como indica la registración en la partitura, y como podemos hacernos una idea en el vídeo, por cada nota que da el organista suenan aproximadamente unos veinte o más tubos de órgano. Eso nos transmite una idea de algarabía. Además, la fuerza del grave se acentúa por la utilización del registro de 32 pies, cuyos tubos suenan dos octavas por debajo de la nota pulsada, de modo que las frecuencias graves rozan los límites de lo audible.

Y también, la iglesia, el edificio, forma parte del instrumento, pues actúa como caja de resonancia, modificando y completando la sonoridad de los tubos. Cuando escuchamos la música del órgano en directo en una iglesia sentimos como que nos halláramos dentro del propio instrumento y, ya sea por la costumbre, ya porque esa sensación de estar resonando es muy poderosa, nos vemos conmovidos en algo que podríamos llamar espiritual. Parecería como que al escuchar el sonido del órgano todas las partículas de nuestro cuerpo se pusieran a vibrar en resonancia con los armónicos que el órgano despierta. Pero también ocurre cuando escuchamos este sonido en una grabación, pues las resonancias que oímos traen a nuestra mente la sensación de un espacio grande, reverberante y nuestro cerebro las interpreta perfectamente, por lo que creemos hallarnos sumergidos en un enorme espacio sonoro lleno de información que no reconocemos.

Que sea una música religiosa nos sorprende a todos. Pero ya podríamos haberlo intuido por la propia trayectoria de Messiaen y por el título mismo de la obra: “Los ojos de las ruedas”. Se refiere a la visión del profeta Ezequiel, como vemos por los versículos de la Biblia que encabezan la partitura (traduzco del francés, según aparece allí):
“Y las llantas de las cuatro ruedas estaban llenas de ojos todo alrededor […]. Pues el Espíritu del ser vivo estaba en las ruedas” (Libro del profeta Ezequiel, 18, 20).
Para entender un poco estas palabras quizá sea interesante leer el contexto al que pertenecen. Lo podéis encontrar en este enlace (Ezequiel, I. Biblia, Antiguo Testamento). En esa traducción se usa "destellos” en lugar de ojos:
“18. Su circunferencia tenía gran altura, era imponente, y la circunferencia de las cuatro [ruedas] estaba llena de destellos todo alrededor”.

“20. Donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y las ruedas se elevaban juntamente con ellos, porque el espíritu del ser estaba en las ruedas”.
Si nos fijamos en las frases que destaco en el texto que aparece en el enlace, entenderemos algo mejor la música que estamos escuchando. Allí se habla del sonido que aparece en la visión del profeta. Estamos ante lo que se suele llamar “música programática”. Messiaen nos está poniendo en antecedentes de lo que ha sido su fuente de inspiración: el pasaje bíblico en el que Ezequiel, el profeta del pueblo cautivo en Babilonia, transmite un mensaje de esperanza a su pueblo. Ezequiel intentaría con su visión mostrar que a pesar de la aparente ausencia de Dios, a pesar del cautiverio y de la adoración de los ídolos, Yahvé no ha abandonado a su pueblo, sino que aparece en todo su esplendor para reconfortarlos en los momentos de penuria.

Lo cierto es que esta música nos impresiona y nos con-mueve, más allá de que seamos creyentes o no, más allá de que participemos o no de la espiritualidad del compositor. Se me ocurre que Messiaen utilizó en esta composición una metáfora para hablar del mundo actual, un mundo también cautivo y loco, en el que considera que se adoran ídolos de piedra, falsos ideales, un mundo en el que cualquier cosa que suene a espíritu parecería haber desaparecido. Pero nos quiere transmitir una idea esperanzadora, algo así como que, aunque no lo reconozcamos, el espíritu no nos ha abandonado. Y lo hace mediante ese grave que aparece resonando en su completa profundidad, con una melodía que no entendemos, pero que nos sobrecoge, que nos soporta, como esos ojos vivificadores de las circunferencias de la visión del profeta. Las notas graves nos crean expectación y alerta, pero también nos dan una cierta sensación de magnificencia y solidez, de cierto entendimiento.

Creo que aunque en esta música no reconocemos una forma concreta, una melodía que quedara en nuestra memoria, oímos algo, algo que no entendemos, pero que parece contener un sentido, un orden, como si se tratara de un mensaje críptico del que desconociéramos la clave. Nos quedamos expectantes, pero atisbamos algo que está detrás, subyaciendo. Pensamos que tal vez hay que mirar con ojos nuevos la rueda, el mecano, el artificio giratorio, no dejarnos llevar solamente por la algarabía espinosa del agudo, por el grito y el miedo. Hay que descubrir los ojos que se abren en ella, los destellos de vida que la circundan. Hay que oír, hay que ver. Oigamos esta música, así pues, en contra de lo que al principio suponíamos, como una metáfora de vida y esperanza.
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Para esos guardianes del fuego que proclaman que no sienten la música, pero a los que algunas veces, aunque lo oculten, visita la gran señora. Y su ritmo funde el hielo. Para que sigan escuchando los sonidos de la vida y enseñándonos su melodía.

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